miércoles, 28 de diciembre de 2011

El guardavías. Charles Dickens



-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.

-¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?

Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.

El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.

Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.

Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.

Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.

Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.

Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.

-¿Aquella luz está a su cargo, verdad?

-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja.

Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.

Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.

Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.

-Me mira -dije con sonrisa forzada- como si me temiera.

-No estaba seguro -me respondió- de si lo había visto antes.

-¿Dónde?

Señaló la luz roja que había estado mirando.

-¿Allí? -dije.

Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí».

-Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.

-Creo que sí -asintió-, sí, creo que puedo.

Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.

¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.

Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.
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martes, 27 de diciembre de 2011

El silencio y los silenciados.Fernando Savater



Cuando se haga el debido homenaje a las víctimas de ETA será preciso referirse también a quienes por enfrentarse al terrorismo cuando casi nadie lo hacía vieron sus vidas cotidianas, su trabajo y sus proyectos personales destrozados por el terror

Hace una década, a raíz del reconocimiento de Gunther Grass de que en su primera juventud había militado en las SS nazis, hubo cierta polémica en Alemania sobre las complicidades con el régimen hitleriano. Llegó a decirse que todo el mundo en la época había incurrido en ellas, fuese por ofuscamiento juvenil, por miedo o simplemente por desinterés de la cosa pública. El periodista e historiador Joachim Fest publicó entonces unas memorias tituladas sencillamente: 'Ich Nicht' (Yo no).
Lo recordé al terminar de leer el artículo de Pello Salaburu 'La vergüenza de nuestro silencio' (DV, 4-12-11). En él mi antiguo rector sostenía, con razón, que «los intelectuales -tampoco la Iglesia, no la olvidemos- han sido incapaces en su conjunto de alzar la voz contra ETA cuando había que haberlo hecho». Se refería a escritores, profesores e intelectuales vascos, desde luego, y señalaba que «ha habido excepciones, pero las excepciones no hacen sino acentuar el silencio de la mayoría». En efecto algunos, como el propio Salaburu, podrían decir «yo no» a la hora de rememorar esa época de oprobio, pero son lamentablemente pocos. Y ya no me refiero solamente a intelectuales sino a los ciudadanos en general, de todas las condiciones y oficios, sobre todo a los de mayor relieve social como cocineros, deportistas, actores, etc.
Lo que faltaba en el artículo de Salaburu era recordar lo que fue de esos que no guardaron silencio ni miraron para otro lado. Porque por lo general no lo pasaron demasiado bien. Y no me refiero ahora precisamente a quienes pagaron con sangre su atrevimiento honroso sino a los que padecieron exclusión, hostigamiento y en muchos casos exilio. Ahora que acaba de morir el noble Vaclav Havel, es oportuno recordar que durante su presidencia se alzó un monumento en un jardín de Praga dedicado a las víctimas de la dictadura comunista. La placa que lo acompaña dice que no sólo se rememora allí a quienes fueron asesinados por el régimen totalitario, sino también a todos aquellos que vieron sus vidas cotidianas, su trabajo y sus proyectos personales destrozados por el terror establecido.
Cuando se haga el debido homenaje a las víctimas de ETA, además de no mezclarlas con otras diferentes reales o supuestas, será preciso referirse también a quienes por enfrentarse al terrorismo cuando casi nadie lo hacía padecieron del modo señalado en el monumento checo. Y lo peor es que si hoy recuerdan en voz alta cuánto penaron son considerados por mucha 'buena gente' (lo que antes se llamaba 'gentuza') como aguafiestas de los felices tiempos nuevos en que vivimos. decretados por los que nos amargaron en el pasado.
Hubo quien tuvo que mudarse, para respirar mejor, desde localidades menores a alguna de las capitales vascas; y otros, dentro de la propia capital, tuvieron que cambiar de su barrio a otros menos invadidos por el matonismo de los intolerantes, como le pasó a la librería 'Lagun'. Muchos tuvieron pura y simplemente que exilarse, para tener la posibilidad de trabajar en paz o incluso de conservar su integridad física. ¿Quién podría reprochárselo? Es difícil seguir dando clase con calma en la universidad cuando a uno le ponen una bomba en el ascensor que utiliza para ir al aula, como le pasó a Edurne Uriarte. Algunos aficionados a las encuestas, no siempre desinteresados, señalan que respecto al cese de la violencia etarra, las conversaciones de Eguiguren con Otegi y compañía, etc. hay percepciones distintas en Euskadi y en el resto de España. Se les olvida mencionar que en ese 'resto de España' viven hoy miles de vascos que tuvieron que dejar su casa por mantener opiniones distintas a las que querían imponer algunos de los que se quedaron, avasallando a sus conciudadanos. Recuperar sus voces para equilibrar el panorama político y dar que pensar a quienes pretenden ahora hablar en nombre de 'la sociedad vasca' es una elemental exigencia democrática.
Porque aún hay quien quiere silenciar a los que no guardaron culpable silencio y eso no sólo pasa en el País Vasco. Por ejemplo Aurelio Arteta, uno de los que puede decir con pleno derecho «yo no», publicó hace meses un excelente estudio titulado 'El mal consentido' (ed. Alianza). Trata de los diversos subterfugios con los que disculpan su complicidad moral quienes asisten sin intervenir ni protestar a las fechorías que se cometen a su lado. La obra no se centra en modo alguno en lo ocurrido en el País Vasco, que menciona sólo ocasionalmente junto a otros ejemplos de esta dimisión ética tan lamentablemente frecuente. Pues bien, el libro quedó entre los finalistas para aspirar al Premio Nacional de Ensayo. En las deliberaciones -que son reservadas pero siempre llegan a conocerse- su candidatura fue postergada porque según algunos miembros del jurado la obra podía 'crispar' y no colaboraba con los vientos políticos que hoy soplan en Euskadi.
De modo que ya ven ustedes como están las cosas, en la política y en la moral. Sigue por lo visto el tiempo de silencio.



Fernando Savater



Publicado el 24 de diciembre de 2011 en El diario Vasco

domingo, 25 de diciembre de 2011

Feliz Navidad




"Señor, dame serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar;valor para cambiar lo que puedo, y sabiduría para conocer la diferencia "

lunes, 19 de diciembre de 2011

Arriba y abajo


Above and Below from Stefan Werc on Vimeo.



Manila es uno de los lugares más superpoblados de la tierra.
Hay más de 2000 familias que viven en el cementerio de Navotas. Los bebés nacen, y los muertos son enterrados en el mismo lugar.
La vida sigue.

Stefan Werc ha filmado estas imágenes como parte de un documental llamado Bagong Silang dirigido por Zena Merton y producido por Giselle Santos. La música que suena es de Nate Conne

Cuento de Navidad, Arturo Pérez-Reverte



Erase una ciudad grande, como las de ahora, y la policía les había precintado el piso, y ya no tenían para pagar una pensión. Exactamente igual que en los cuentos de Navidad que tienen como protagonistas a desgraciados como ellos. Hacía un frío del carajo, dijo él mientras buscaban un portal en condiciones. Había un abeto iluminado al final del bulevar, donde El Corte Inglés y sus luces se confundían con los semáforos, con el destello frío y trágico de una ambulancia que pasaba en la distancia, demasiado lejos para que pudiera oírse la sirena. Una ambulancia muda, con destellos de tragedia urbana. Las ambulancias y los coches de policía y los de pompas fúnebres, se dijo él viendo desaparecer el destello, son igual que pájaros de mal agüero. Vehículos con mala leche.

Lo mismo aquella noche la ambulancia iban a necesitarla ellos. Porque, como ustedes ya habrán adivinado, la mujer, la joven, estaba fuera de cuentas, o casi. Caminaba con dificultad, entreabierto el abrigo sobre la barriga, llevando en una mano la Adidas llena de ropa para el que venía en camino, y en la otra una maleta de esas que, a fuerza de haber ido a tantos sitios, ya no tenía aspecto de ir a ninguna parte.

-Me cago en todo -dijo él. Y ella sonrió, dulce, mirándole el perfil duro y desesperado, el mentón sin afeitar. Sonrió dulce porque lo quería y porque estaba allí, con ella, en vez de haber dicho adiós muy buenas y buscarse la vida en otra parte, con otra chica de las que no se equivocan al anotar con lápiz rojo días en el calendario.

De vez en cuando se cruzaban con transeúntes apresurados, de esos que siempre aprietan el paso en Navidad porque tienen prisa en llegar a casa. Una mujer de edad se apartó de él, mirando con desconfianza su aire sombrío, la mugrienta mochila que cargaba a la espalda, los bultos atados con cuerdas, uno en cada mano. Después un yonqui flaco y tembloroso les pidió cinco duros y, sin obtener respuesta, los siguió un trecho por la acera, caminando detrás, con aire alelado y sin rumbo fijo. Un coche de la policía pasó despacio, silencioso. Desde la ventanilla, los agentes les echaron un desapasionado vistazo a ellos y al yonqui antes de alejarse calle abajo.

-Me duele otra vez -dijo ella.

Como era previsible desde que empecé a contarles esta historia, buscaron un portal para descansar. Había uno con cartones en el suelo y un mendigo, hombre o mujer, que dormía envuelto en una manta, bulto oscuro en un rincón que apenas se movió con su llegada. Entonces a ella le dolió otra vez. Y otra. Y él miró a su alrededor con la angustia pintada en la cara, y sólo vio al yonqui flaco que los miraba de pie en la entrada del portal. Entonces buscó en el bolsillo y le arrojó su última moneda de veinte duros.

-Busca a alguien que nos ayude -le dijo-. Porque ésta quiere parir.

Entonces ella empezó a llorar y gritar y él tuvo que cogerle la mano y ahuecarle un nido entre las piernas con su propio chaquetón y volver a mirar en torno con resignación desesperada. Y sólo vio la entrada del portal vacía y un semáforo con la luz roja fundida, alternando ámbar y verde, ámbar y verde. Y al mendigo que se levantaba debajo de la manta donde había estado durmiendo con un perrillo, un chucho pequeño y mestizo entre los brazos, y se acercaba a mirarlos con curiosidad, mientras el perro lamía con suaves lengüetazos una de las manos de la chica. Y él, sosteniendo la otra entre las suyas, blasfemó despacio y a conciencia, en voz baja, hasta que sintió sobre los labios la mano libre, los dedos de ella.

-No digas esas cosas -le susurró, crispada la voz por el dolor-. O nos castigará Dios.

Él soltó una carcajada seca y amarga. Entonces llegó el yonqui con un policía, uno de los que antes habían pasado en el coche. Y ella sintió, de pronto, una presencia nueva, cálida, un llanto pequeño y débil entre las piernas. Y exhausta, en un instante de lucidez y paz, se dijo que quizá a partir de ese momento el mundo sería mejor, distinto. Como en los cuentos de Navidad que leía cuando niña.

Él sacó un arrugado paquete de cigarrillos y fumaron los cuatro hombres, mirándola, mientras a lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia aproximándose. Entonces ella se durmió dulcemente, agotada y feliz, sintiendo latir entre los muslos ensangrentados aquella nueva vida aún húmeda y tibia. Y alrededor, protegiéndolos del frío, les daban calor el perrillo, el mendigo, el yonqui y el policía.

12 de diciembre de 1993

Arturo Pérez-Reverte

viernes, 16 de diciembre de 2011

Crema de día Adobe Photoshop



Crema de Día Adobe Photoshop. Reduce milagrosamente las arrugas y todas las imperfecciones de la piel. Super reparadora. Todo tipo de pieles.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Sin amor, ¿qué nos queda? Leonardo Da Vinci



Leonardo da Vinci fue, sin duda, el genio más grande que jamás ha existido. Muchos dirán que no hay con quien pueda compararse, y probablemente sea cierto.
No sólo fue un artista brillante que destacó entre sus pares del Renacimiento; también fue un científico e inventor entregado, así como escultor, músico, matemático, ingeniero y arquitecto, entre muchas otras cosas.
Sintió toda su vida una gran fascinación por el comportamiento del agua y destacó como ingeniero hidráulico, en sus escritos encontramos infinidad de diseños relacionados con este campo, algunos de esos diseños como el puente de emergencia —ideado para ser tendido rápidamente en condiciones de guerra o el equipo de buceo, pensado para andar por el fondo marino—, pueden verse reproducidos en la exposición.
A pesar de ser pacifista, diseñó numerosos artilugios pensados para la guerra, algunos de los cuales se utilizaron 500 años después de que los ideara. Es el caso del carro armado o tanque, la reproducción permite asomarse a su interior para conocer el mecanismo de funcionamiento.
Muchos de los artilugios que hoy utilizamos y que nos hacen la vida más fácil están basados en principios estudiados por Leonardo. Descubre cómo es el mecanismo de una grúa, para qué sirve un odómetro o en qué consiste un carro operado a manivela.
Volar ha sido un sueño de los hombres desde tiempos inmemoriales, pero fue un pionero en convertir esta aspiración en una búsqueda científica. Obsesionado por conseguirlo, ideó artilugios que aquí pueden verse hechos realidad, como el paracaídas, el tornillo aéreo, el planeador, el ala batiente o su famoso ornitóptero.




Aplicó teorías mecánicas y observaciones acústicas en sus diseños de nuevos tipos de instrumentos musicales y relacionados con la óptica. Conoce cómo hubieran sido sus diseños del tambor mecánico, el piano portátil o el mecanismo de un reloj.
Como artista, quiso dominar la anatomía del cuerpo humano, del que pensaba que era una máquina maravillosa y casi perfecta. Sus cuadernos incluyen numerosos dibujos que muestran los principios mecánicos subyacentes en el movimiento de nuestro cuerpo.
























Del 2 de diciembre al 2 de mayo de 2012




















http://www.davincielgenio.es/index.html

Arquitecturas pintadas




Berthe Morisot: La pintora impresionista






Berthe Morisot: La pintora impresionista.
Hasta el 12 de febrero de 2012 en el Museo Thyssen de Madrid

lunes, 12 de diciembre de 2011

Nunca es demasiado tarde para ser lo que podrías haber sido

Nunca es demasiado tarde para ser lo que podrías haber sido .



Cuando llega la muerte, la gran reconciliadora, jamás nos arrepentimos de nuestra ternura, sino de nuestra severidad. "


George Eliot, 1819-1880. Seudónimo de Mary Anne Evans. Novelista británica.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Esculturas con lápices















Esculturas de Jennifer Maestre. Atraída siempre por los erizos de mar, diseña sus creaciones bajo ese patrón. Primero saca punta a diminutos lápices de una pulgada, después los cose con alambre y a medida que lo hace les va dando forma.

lunes, 5 de diciembre de 2011

El bucintoro

Gaspar Van Vittel 1697

Modelo de Bucintoro en el Museo Naval de Venecia

Canaletto 1740

Francesco Guardi 1775


El Bucintoro era la galera oficial del Dux de la República de Venecia bellamente decorada con tallas de madera recubiertas de oro y que el día de la Ascensión, en primavera, se embarcaban las autoridades para celebrar un curioso ritual. El Dux en persona lanzaba un anillo de oro al mar simbolizando la unión de la República de Venecia con el mar, fuente de su riqueza y poder.
El nombre de Bucintoro proviene del veneciano buzino d’oro (barca de oro), el más famoso de todos construido en 1729 tenía 35 metros de eslora y con capacidad para 42 remos y 168 remeros, en el piso superior estaba una sala forrada con terciopelo rojo.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Paté de tomates secos




Ingredientes:






1oo gramos de tomates secos


1 diente de ajo


200 gramos de queso tipo Philadelphia


1 cucharada de orégano seco


1 cucharada de aceite de una lata de anchoas








Preparación:






Unas 12 horas antes se hidratan los tomates sumergiéndolos en agua.


Se escurren y secan con papel de cocina.


Se mezcla el diente de ajo muy picado, los tomates troceados, el orégano y el aceite, triturándolo todo. Añadir el queso y se vuelve a triturar.


Se puede comer en tostadas con un trocito de anchoa.

jueves, 1 de diciembre de 2011