martes, 31 de julio de 2012

Infierno en los Balcanes. Gervasio Sánchez

Lo peor de las guerras son las mentiras de los despachos. Los diplomáticos, que son burócratas sin fronteras con salarios escandalosos, expiden órdenes de alto el fuego para salvar sus puestos exquisitamente remunerados. Suelen coincidir con el incremento de los combates y la multiplicación de los muertos.
                           Adolescente croata en el frente de batalla. Fotografía de Gervasio Sánchez


En la guerra de Croacia, como posteriormente ocurriría en la de Bosnia- Herzegovina o Kosovo, la crónica de las treguas anunciadas daría para varios libros. Cada vez que se hablaba de altos el fuego lo mejor era esconderse en un buen bunker porque los bombardeos se iban a intensificar. Como ahora en Siria y hace un año en Libia.
A los diez días de llegar a Croacia me topé con mi primera tregua balcánica. Años después ni siquiera gastaría un minuto de mi tiempo en hablar de ellas. Pero como todavía no tenía la perspectiva que da la experiencia intentaba saber de primera mano si la tregua se estaba respetando.
Cuando leo aquellas viejas crónicas me encuentro con la misma coincidencia aunque estemos analizando textos con tres o cuatro años de diferencia: el alto el fuego, anunciado a bombo y platillo por las cancillerías europeas, siempre compite con los bombardeos más salvajes.
Aquel primer alto el fuego de septiembre de 1991 coincidió con un aumento considerable de la tensión en Bosnia. Nadie, en sus cabales, pensaba entonces que la guerra iba a afectar a la república más multiétnica de la antigua Yugoslavia. Unos meses más tarde asistí en Sarajevo a la última salida organizada de refugiados.
En la cola de un autobús me encontré con una mujer que lloraba sin parar. Me contó su historia telegráficamente: “Soy croata, vivía en Vukovar, conseguí salvar mi vida al atravesar las líneas. Decidí venirme a Sarajevo porque creía que la guerra jamás llegaría a esta ciudad. Sentía que la capital bosnia era un lugar neutral y seguro. Y ahora me voy a mi segundo exilio”.
Una mañana decidí acercarme a los escenarios más violentos. Como no tenía coche hice autostop. A la salida de Osijek levanté el dedo y a los pocos minutos ya viajaba como acompañante de un campesino que regresaba solo a su casa a salvar lo que todavía quedase en pie. Utilicé este remedio para pobres (viajar a dedo en la guerra) varias veces y siempre encontré historias extraordinarias.
Otro día se paró un hombre que conducía un destartalado wolsvagen adquirido a bajo precio en el mercado de segunda mano. Al subir al coche me di cuenta de que estaba bebido. Llevaba una botella de rakia medio vacía que me ofreció a los pocos minutos de conocernos. Venía de Vukovar de enterrar a su hijo. La ropa ensangrentada y sus pertenencias iban esparcidas en la parte de atrás.
Aquel hombre abatido no deseaba llegar a su casa. “¿Cómo le cuento a mi mujer que su único hijo ya no existe?”, me preguntó entre lágrimas. No supe contestarle. Me pareció que cualquier respuesta que le diese estaría embadurnada de retórica.
Otro de los días del alto el fuego viajaba a Vinkovci cuando una patrulla militar nos cerró el paso en un puesto de vigilancia. “No se puede pasar. Nos han avisado que dos Mig 21 se dirigen a la ciudad para bombardearla”, comentó uno de los soldados. A los pocos minutos los cazas empezaron a hacer sus pasadas a muy baja altura. Las detonaciones de aquellas bombas de 250 kilos se podían escuchar desde kilómetros.
En un mercedes de última generación lanzado a 180 kilómetros por hora llegué minutos después de que los aviones iniciasen el regreso a sus bases. Entré en la ciudad cuando los equipos de rescate salían de sus madrigueras. Varios edificios ardían y decenas de cadáveres estaban despanzurrados en las calles. La sirena había sonado demasiado tarde.
La dueña de una casa destrozada me permitió llamar a Heraldo de Aragón. En aquellos tiempos no había teléfonos satélites ni funcionaban los móviles. “Guardarme espacio. Estoy en Vinkovci y esto es el infierno”, le comenté a la persona que me cogió el teléfono en la sección internacional. “Las agencias hablan de un alto el fuego”, me respondió. “Pues aquí hay cadáveres por todas partes”.
En Heraldo de Aragón siempre tuvieron en cuenta mi opinión y jamás me contradijeron. Tengo compañeros que tenían que discutir con sus redactores jefes hasta lo más evidente. “Es que la CNN dice…, es que Reuters dice…., es que…”, frases hechas que suelen sonar a su chino cuando se está en el lugar de los hechos.
A veces parecía que sólo les interesaban los refritos de agencias y así conseguir que la historia se pareciera a la de la competencia. Se podría escribir un gran relato de estupendas crónicas perdidas por culpa de la cobardía de algunos de estos jefecillos.
Mi último reportaje lo escribí el domingo 6 de octubre de 1991. Se tituló “La tragedia cotidiana”. Era muy gráfico y analítico. Escribía para los lectores pero también para mí. Quería entender que estaba pasando en la trastienda europea. Había pasado tres semanas intensas en Croacia y sentía que aquella guerra era ininteligible.
Muchos combatientes luchaban por la fusión entre estado, territorio y etnia sin preocuparse de las consecuencias. La historia de los Balcanes era multiétnica desde hacía seis siglos. Buscar lo contrario precipitaría un baño de sangre. Encontré demasiados energúmenos parafascistas dispuestos a matar por pura diversión. El control militar croata estaba subordinado a los grupos ustachas, auténticos nazis cuyo sueño real era expulsar a la minoría serbia de Croacia. El propio gobierno de Franjo Tudjman estaba regado por este tufo fascista.
Si eso ocurría en el lado croata, el eslabón débil y simpático en aquellos primeros meses del conflicto, qué estaría pasando en el lado serbio, patentado por lo que quedaba del ejército federal yugoslavo. Las fotografías mostraban a los chetniks, ultranacionalistas y monárquicos, vestidos con uniformes decadentes que retrotraían a la Segunda Guerra Mundial. Estos fascistas serbios habían colaborado con los nazis y habían matado a miles de civiles.
El día de mi regreso a casa tuve que viajar desde Zagreb a la ciudad austriaca fronteriza de Klagenfurt para coger el avión ya que el espacio croata estaba cerrado para vuelos comerciales. Había vivido bombardeos muy salvajes en Vukovar, Vinkovci, Osijek, Karlovac y no había sufrido un solo rasguño. Había escrito para Heraldo de Aragón muchas crónicas y reportajes y había colaborado con otros medios madrileños. Había gastado poco durmiendo en refugios y haciendo autostop. Pero sentía nauseas por todo aquello. Decidí que nunca regresaría a los Balcanes. La promesa no se rompió hasta siete meses después.

viernes, 27 de julio de 2012

miércoles, 25 de julio de 2012

Aire de Dylan

"Algunos entran muy tarde en el teatro de la vida, pero cuando lo hacen parece que entren sin brida y directos ya hasta el final de la obra. Ese fue mi caso. Y hoy puedo afirmarlo con toda seguridad"

Comienzo de "Aire de Dylan", de Enrique Vila-Matas.

miércoles, 18 de julio de 2012

La Tierra




Que bonito e impresionante time lapse de nuestro planeta hecho con fotografía realizadas por las expediciones 28, 29, 30 y 31 a bordo de la Estación Espacial Internacional. Todas las imágenes son cortesía del Laboratorio de Análisis de Imágenes de Ciencia del Centro Espacial Johnson de la NASA, The Gateway to Astronaut Photography of Earth. La música que suena es de Jan Jelinek. Para los que le interesen estos tipos de vídeos hay un canal de Vimeo llamado NASA Timelapse Club en donde a día de hoy hay 26 time lapses.

domingo, 8 de julio de 2012

Los barcos se pierden en tierra. Arturo Pérez-Reverte

Dio la espalda al puerto y caminó alejándose del mar, sin mirar atrás, consciente de que nunca volvería a pisar la orilla. Dejando atrás las grúas, los tinglados y los grandes buques amarrados en los muelles, le sorprendió no experimentar melancolía, ni nostalgia. Silbaba un aire de jazz improvisado, al ritmo de sus pasos sobre la gravilla del suelo. El camino le pareció insólitamente escarpado y firme, habituado como estaba a la superficie lisa, oscilante, de la cubierta de un barco. Asentaba suspicaz un pie ante el otro, con la cautela de quien considera engañosa la inmovilidad de la tierra firme. Iba en busca del hombre que guardaba puercos, y el pensamiento le hizo sonreír de un modo torcido y amargo, en sus adentros. Él, había dicho Atenea, tiene la clave de tu destino. La llave de tu regreso a casa.
-¿Y por qué debo regresar? -había preguntado él, vistiéndose junto a una ventana por la que veía el puerto, el barco amarrado y un faro erguido en la distancia.
-No sé -respondió la mujer de ojos verdes mientras se cubría el pecho desnudo con una sábana-. Lo que importa es que, tarde o temprano, todos lo hacen.
Recordó mientras caminaba aspirando el aroma de los pinos que ensombrecían la ladera. Tantos años transcurridos. Ese mismo sendero en dirección opuesta, hacia el mar. Hombres jóvenes de sueño inquieto, con gotas de lluvia en el corazón y aventura en los ojos, que bajaban la cuesta junto a él, alborotadores y ruidosos en grupo como muchachos que disimularan su incertidumbre, cada uno en pos de su singular ballena blanca. Mujeres inmóviles en lo alto de la última colina, viéndolos alejarse en el silencio, sentenciadas en adelante a la larga soledad, al tejer y destejer criando hijos que un día seguirían, también, el mismo camino de los que se fueron. Condenadas a marchitarse junto al fuego del hogar rumiando oscuros pensamientos mientras ellos tejerían, entre vino y canciones, destinos épicos cantados por poetas, novelistas y directores de películas en la parte visible y duradera, en el lado luminoso de la trama.
Perdió el hilo de la música improvisada de jazz y volvió a recobrarlo gracias al ritmo de sus pisadas en el suelo. Seguía recordando mientras se adentraba en el bosque por el sendero ascendente que serpenteaba entre las colinas. Noches negras guarnecido de bronce, temblando de frío en el vientre de caballos de madera, aguardando junto a los compañeros el momento de salir afuera y pelear. Temporales de increíble furia, blanca la mar de tanto viento y espuma. Atardeceres de calma absoluta, con la vela fláccida crujiendo en el mástil, bajo un sol que convertía en plomo fundido la superficie del agua quieta y plana. Cuevas de cíclopes, peligrosas guaridas de Circes, muros de Sarajevos bajo los que centenares de hombres caían muertos, rebozados de polvo. Misiles impactando en carros de combate, torres gemelas desmoronándose, incendios en la distancia, ojos de esclavas asustadas, pasillos de palacios resbaladizos de sangre donde, en el rojo de los incendios, se recortaban siluetas victoriosas cargadas de botín. Muslos de mujer entreabiertos en la penumbra. Islas lejanas donde nunca llegaban órdenes de captura. Y el silencio.
Se miró las manos. Arrugadas y llenas de marcas, con las primeras manchas de vejez insinuándose en el dorso. Manchas, arrugas y cicatrices semejantes a las que, sabía, mostraba su rostro entre el pelo gris y la barba encanecida. Otros no habían llegado a envejecer como él, recordó. Habían terminado su camino antes del tiempo de las preguntas con respuesta, cuando todo era virgen, simple y fácil, todavía. Navegar, sobrevivir, matar y morir. Él hacía ahora en solitario aquel camino de regreso porque se lo había dicho la mujer de ojos verdes y porque los demás habían ido desapareciendo uno tras otro, muchos en el vigor de la juventud, héroes de corazón ambicioso y puro al mismo tiempo, conscientes de que los engullía la gloria, la ventura, la propia reputación. De que serían celebrados de un modo u otro por los dioses, los poetas y los hombres. Vengados por sus amigos. Era fácil, así, perecer en el temporal o en la batalla, extinguirse entre la sangre derramada de los enemigos. Simple y directo, sin titubeos ni atajos. Hola y adiós. Mármol, fotos, posteridad. Cualquier imbécil podía aspirar todavía a eso, en aquel tiempo lejano. Llorados por los compañeros y por las mujeres. Por centenares de generaciones todavía por venir.
Seguía mirándose las manos y le pareció advertir restos de sangre bajo las uñas. Intentó situar aquella sangre en su memoria y al cabo desistió, desalentado. Demasiados mares, demasiados abordajes, demasiadas ciudades asediadas, demasiadas Troyas ardiendo a su espalda, demasiados mares navegados bajo un cielo desprovisto de dioses, desde el que éstos ya no incomodaban con sus odios ni con sus favores. Podía ser, en realidad, sangre de cualquiera. De un enemigo o de un camarada. De él mismo, tal vez.
Se frotó los dedos en las perneras del pantalón. Y qué pasa cuando uno no muere, se interrogó de pronto. Cuando sigue vivo, y camina lejos, y recuerda. Y encanece mientras recuerda. Qué pasa cuando Patroclo o Héctor sobreviven y acaban llamándose Ulises, y arriban a mares y tierras regidos por aduaneros, funcionarios, policías y ejemplares ciudadanos. Por cíclopes razonables. Cavernas donde, para sobrevivir, es preciso llamarse Nadie.
El mundo se divide, pensó melancólico, entre los hombres que tienen sangre en las uñas y los que no la tienen. O no la ven. Sangre de otros o de uno mismo. Sangre de lo que fuimos. De lo que somos.
Seguía caminando, absorto. Ya no silbaba música ninguna. El camino se hacía ahora más empinado y trabajoso de andar. Se detuvo a media cuesta, fatigado, sin ceder a la tentación de volverse a mirar atrás, hacia la lámina resplandeciente del mar que sabía a su espalda, visible entre las copas de los árboles. Siguió así un rato, inmóvil, mirando el sendero que culebreaba ante él, presa de una inmensa desgana de seguir adelante. Su desinterés por el camino que aún quedaba por recorrer hasta la choza del porquero -todo un símbolo de futuro inmediato- y el palacio de Ítaca y todo cuanto Atenea, la mujer de ojos verdes, había dispuesto para él, no era por lo que dejaba atrás. No era alejarse del puerto lo que le causaba aquella incómoda sensación, mezcla de pereza e incertidumbre, sino el hecho de adentrarse cada vez más en una tierra que, tantos años después, le resultaba por completo indiferente. El nostos de los héroes, se dijo sarcástico. El regreso. De pronto se le hacía insoportable la idea de caminar hacia un hogar cuyo calor había olvidado, tocar la piel envejecida de una mujer ya extraña, sentir los pasos de un hijo al que no había visto crecer. Un arco que tal vez ni él mismo sería capaz de tensar de nuevo.
Ninguno de los fantasmas que arrastraba consigo, concluyó, tenía ya nada que ver con aquello.
Indeciso, oyó ladrar perros a lo lejos. Ladridos de perros jóvenes, nacidos después de su marcha, ajenos al olor de su cuerpo, al tacto de sus caricias y a la disciplina de sus palabras. Los viejos perros como Argos estarían muertos, pensó, o demasiado ancianos para olfatear en él al amo joven y vigoroso que un día se fue lejos, en pos del sueño que, periódicamente, arrojaba cientos de naves al mar y miles de hombre a la aventura -la hermosa Helena, El Dorado, la caza de la ballena, no eran más que pretextos para el viejo ritual-. Me he convertido, se dijo, en aquel a quien sus perros no conocen.
Imaginó el futuro, de pronto. Días de lluvia interminable junto al fuego del hogar y a una mujer de pechos marchitos, ahora desconocida, tejiendo silenciosa mientras él, apoyado en la ventana, miraría el paisaje gris recordando otros lugares, mares azules, cielos luminosos, olor del viento a resina y a miel, doncellas jóvenes asombradas por su cuerpo desnudo en una playa, entre los restos del último naufragio. Fuego hecho con madera de deriva junto a las naves varadas en la arena, rostros rojizos a la luz de las llamas, recuerdos de camaradas vivos y muertos, relatos de hazañas, de batallas, de peligros, de diosas bellas que besaban en las batallas, de peligros, de diosas bellas que besaban en la frente a los que habían de morir, de dioses jóvenes que se interponían entre las flechas para proteger a sus elegidos. La irresponsabilidad del guerrero y del marino que todo dejan atrás, cruzando una tras otra las sucesivas líneas de sombra. Los barcos y los hombres, le había dicho una vez un viejo capitán, se pierden sobre todo en tierra. Se destrozan contra las rocas, o se pudren.
Miró unos instantes más el camino y sonrió, al cabo. Fue la suya una sonrisa esquinada, sin humor. Desesperada y dirigida a sí mismo. Entonces dejó de mirar el sendero ascendente y se volvió despacio para contemplar el mar que resplandecía abajo, junto al puerto. Estuvo así un momento y al cabo inclinó la cabeza y desanduvo el camino, bajando de nuevo hasta que el olor de la brisa salina se impuso al de los pinos, y dejó de escuchar el ladrido de los perros.
Permaneció toda la tarde en el puerto, y regresó al barco pasada la medianoche. Tenía el paso inseguro y canturreaba entre dientes una vieja canción de amor, de mar y de guerra, que le habían enseñado hombres muertos veinte años atrás, o treinta siglos, bajo las murallas de Troya.
-¿Bajaste a tierra por fin? -le preguntó un compañero.
-Bajé a tierra -respondió, encogiéndose de hombros-. Pero sólo llegué hasta el primer bar.

martes, 3 de julio de 2012

Otros valores. Antonio Muñoz Molina

Visto desde fuera, lo más llamativo del éxito de la selección española de fútbol es que responde a actitudes y a valores que son lo contrario de casi todo lo que prevalece en nuestra vida pública:
*La meritocracia democrática, y no el igualitarismo populista: los jugadores han tenido la oportunidad de desarrollar al máximo sus capacidades, independientemente de su origen social.
*El esfuerzo disciplinado y sostenido a lo largo del tiempo, y no el lujoso aspaviento ocasional.
*El respeto a la experiencia y a la edad, por encima del simulacro juvenil y la moda: Vicente del Bosque parece el retrato robot de cualquiera de esos empleados cincuentones y cargados de conocimiento a los que las empresas, lo mismo las públicas que las privadas, se apresuran a expulsar o a jubilar.
*La naturalidad de las diversas lealtades simultáneas, de las identidad fluidas que no tienen por qué negarse entre sí : entre pertenecer a la selección española y mostrar plenamente, por ejemplo, el origen catalán; las dos banderas tranquilamente juntas.
Es solo fútbol, claro, pero precisamente en el día de hoy hay otra información que merece ser resaltada, y que demuestra que en nuestro país hay cosas que se hacen muy bien, incluso mejor que en ningún otro sitio, que no estamos condenados genéticamente ni históricamente a nada, ni siquiera a tener que mendigar puestos de trabajo a un proveedor internacional de casinos y prostíbulos: cuánta gente de primera calidad trabajando en colaboración y rindiendo al máximo de sus capacidades hace falta para que en medio de todo lo sombrío que nos sucede sigamos teniendo un sistema nacional de transplantes, puntero en el mundo y rigurosamente público.

lunes, 2 de julio de 2012

domingo, 1 de julio de 2012

Escritura electrónica

Escritura electrónica



El estudio adultera a muchos tontos su memez ingénita. Abundan los bobos cuyo desarrollo ha sido entorpecido por los libros, pero sin debilitarlo mucho. Algunos, incluso, tienen fama de doctos, aunque tarde o temprano, y a veces con frecuencia, asoman la patita. Eso no va a ocurrir en un futuro próximo, pues se está produciendo una regresión del lenguaje, la cual, lejos de enmascarar la necedad ingénita, va a potenciarla. Muy pronto tendremos tontos inalterados, puros, como de manantial. Y los habrá también reciclados, restituidos a su condición en cuanto se adapten a la posmodernidad cuyo ariete es Internet.
Figurarán entre ellos muchos que conversan con conocidos o desconocidos por ordenador, valiéndose de un lenguaje pretendidamente universal, escueto y económico, aunque, por ahora, muy simple. Así, si un internauta pregunta a otro por los datos de un compacto que ha oído —es genial, oye— con cuplés anglos cantados por un tal Rod y no los recuerda (este ignorante se refiere, casi seguro, a Rod Stewart y a su celebérrimo Unplugged... and Seated), se despedirá tecleando: <TIA>, que quiere decir ‘gracias por adelantado’ (o sea las iniciales de Thanks in Advance). Habrá que aprender esto si se quiere gozar de las cálidas amistades cibernéticas con una mínima prestancia. Supongamos que el hablante avisa a su conectado o conectada que interrumpe hasta pronto la comunicación: <BFN> le dirá, esto es 'adiós por ahora' (Bye For Now). Y si es que el conectado o conectada lo ha obsequiado con un chiste desternillante, hará que su módem electrifique el siguiente mensaje: <ROTFL>, literalmente ‘rodando por el suelo muerto de risa’ (Rolling'on the Floor Laughing). Pero si no llega a tanto y se queda en la carcajada, pulsará <LOL>> (Laughing Out Loud), la cual, caso de que sea larga, podrá reiterarse como <LOL>, <LOL>, <LOL>, esto es, traducido libremente, ‘¡ja, ja, ja!’. Por medio de la red entran a veces en contacto amistoso y, hasta íntimo, dos personas que ignoran sus sexos respectivos. La mujer confesará que lo es tecleando :>, y el varón declarará así su varonía :-. Resulta sucinto pero sugiere en exceso.
No creamos, sin embargo, que los interlocutores están obligados a comunicarse fríamente, bien al contrario: manifiestan muy bien su estado de ánimo. Así (: (expresan que están supertristes; y si, al contrario, revientan de alegría, especificarán que :-). También puede hacerse con los iconos respectivos, L y J; hay varios de parecido jaez. Este lenguaje que se está pariendo y sólo muestra el cogote ya anuncia su amenaza contra la escritura normal. De momento, no puede sustituirla del todo, porque le faltan expresiones. Es inservible aún, por ejemplo, para muchos guionistas de cine y televisión, pues carece de esos insultos que dan viveza y naturalidad a los diálogos, con los cuales los personajes se clasifican recíprocamente como bucos, rameras, hijos de éstas o gays en aumentativo. Y, por ahora, no los surte de interjecciones usadas por todo el mundo, incluidos niños, niñas y adolescentes, como joder y coño, soportes naturales del coloquio. Pero, cuando el lenguaje de Internet se provea de estos signos y de tres o cuatro expresiones más, desplazará con ventaja al esperanto, y valdrá para escribir en cualquier lengua.
Por lo pronto, son ya muchos los hispanohablantes que, inventando o importando, trabajan para convertir la nuestra en lengua espectral. Para ello, comprimen muchos elementos, preparándolos para su ulterior reducción a comas, puntos, paréntesis y demás signos del ordenador. Por ejemplo, el verbo consumir, que, como intransitivo, sólo significaba ‘gastar’ («Este coche consume mucho») y, con más unción, ‘tomar el sacerdote la comunión en la misa’, hoy nombra ahorrativamente la acción de drogarse.
Estas operaciones reductoras exigen muchas veces el paso previo de arrebatar la transitividad a verbos que la poseen: es el caso anterior. O privarlo de cualquier acompañamiento, según ocurre con salirse (de la carretera, de madre, del partido, etc.), que le ha sido amputado para que él solito elogie de modo supremo. Si Fulano o Fulana están que se salen, es que no los alcanza un galgo en elegancia, en belleza, en energía, en rumbo... Durante el último tour galo, sus píndaros radiofónicos repitieron hasta enronquecer que el ciclista Armstrong se salía. Y no de la carretera: es que le sobraban fuerzas para extenuar a los demás. Bien mirado, esto exalta con más educación que intratable, el adjetivo anglosajón al uso, tan poco apropiado para el valeroso velocipedista. Además, salirse puede decirse a propósito de todo y de todos, no sólo de los deportistas; se ha conseguido una ventajosa mengua verbal.
Será preciso reducir cuanto se pueda si se quiere meter al idioma en cintura telefónica. ¿Habrá vocablo más mental que entender? «No entiendo esta palabra», «Se le entiende bien lo que dice», «Entiende mucho de música», «En el caso entiende el juez X», y varios usos más; en todos acompaña al verbo la explicación de qué entiende con la cabeza el que entiende. Pero hace algunos años, ese complemento necesario fue cercenado y, exento, entró en otra jurisdicción: hoy significa ‘ser homosexual’. La televisión de madrugada anuncia «chicos que entienden», es decir, expertos en apagar incendios por tal demarcación. Los profesores que pregunten a sus alumnos si entienden pueden ser perseguibles por acoso.
Curiosamente, entender también significa, según define el Diccionario, ‘penetrar’: «¡Cuánto penetra, para lo joven que es!», se dice de alguien encareciendo su agudeza. Desde hace mucho —pero con extraña ausencia del infolio—, el vocablo ha cargado, y bien estrechamente, con otro sentido sólo gramaticalmente intransitivo: el de ‘entrar armado el varón, de grado o por fuerza, en placenteras cavernas’. Obsérvense las vueltas que he dado —es fácil hallar muchas más— para decir aquello que significa penetrar (y que casi dice la palabra misma). ¿Hará falta decir que casi todas estas síntesis proceden de laboratorios cosméticos galos? Hace cuatro siglos, se inventó allí también el verbo sodomiser, exportado pronto a toda Europa; España ha tardado en adoptar el invento, postergado por la expresión castiza, más larga, basta e indecorosa. Ahora sólo falta incorporar tal verbo al léxico oficial. El francés —hoy ayudada por el inglés— es lengua pionera en esto de fabricar píldoras lingüísticas, ingeniosas y útiles muchas veces, pero sobre todo, maravillosamente aptas para su electrificación.

Fernando Lázaro Carreter.
El nuevo dardo en la palabra