lunes, 30 de septiembre de 2013

La Poesía. Octavio Paz

¿Por qué tocas mi pecho nuevamente?
Llegas, silenciosa, secreta, armada,
tal los guerreros a una ciudad dormida;
quemas mi lengua con tus labios, pulpo,
y despiertas los furores, los goces,
y esta angustia sin fin
que enciende lo que toca
y engendra en cada cosa
una avidez sombría.

El mundo cede y se desploma
como metal al fuego.
Entre mis ruinas me levanto,
solo, desnudo, despojado,
sobre la roca inmensa del silencio,
como un solitario combatiente
contra invisibles huestes.

Verdad abrasadora,
¿a qué me empujas?
No quiero tu verdad,
tu insensata pregunta.
¿A qué esta lucha estéril?
No es el hombre criatura capaz de contenerte,
avidez que sólo en la sed se sacia,
llama que todos los labios consume,
espíritu que no vive en ninguna forma
mas hace arder todas las formas
con un secreto fuego indestructible.

Pero insistes, lágrima escarnecida,
y alzas en mí tu imperio desolado.

Subes desde lo más hondo de mí,
desde el centro innombrable de mi ser,
ejército, marea.
Creces, tu sed me ahoga,
expulsando, tiránica,
aquello que no cede
a tu espada frenética.
Ya sólo tú me habitas,
tú, sin nombre, furiosa sustancia,
avidez subterránea, delirante.

Golpean mi pecho tus fantasmas,
despiertas a mi tacto,
hielas mi frente
y haces proféticos mis ojos.

Percibo el mundo y te toco,
sustancia intocable,
unidad de mi alma y de mi cuerpo,
y contemplo el combate que combato
y mis bodas de tierra.

Nublan mis ojos imágenes opuestas,
y a las mismas imágenes
otras, más profundas, las niegan,
ardiente balbuceo,
aguas que anega un agua más oculta y densa.
En su húmeda tiniebla vida y muerte,
quietud y movimiento, son lo mismo.

Insiste, vencedora,
porque tan sólo existo porque existes,
y mi boca y mi lengua se formaron
para decir tan sólo tu existencia
y tus secretas sílabas, palabra
impalpable y despótica,
sustancia de mi alma.

Eres tan sólo un sueño,
pero en ti sueña el mundo
y su mudez habla con tus palabras.
Rozo al tocar tu pecho
la eléctrica frontera de la vida,
la tiniebla de sangre
donde pacta la boca cruel y enamorada,
ávida aún de destruir lo que ama
y revivir lo que destruye,
con el mundo, impasible
y siempre idéntico a sí mismo,
porque no se detiene en ninguna forma
ni se demora sobre lo que engendra.

Llévame, solitaria,
llévame entre los sueños,
llévame, madre mía,
despiértame del todo,
hazme soñar tu sueño,
unta mis ojos con aceite,
para que al conocerte me conozca.

viernes, 27 de septiembre de 2013

Solitario de Amor. Cristina Peri Rossi

 Compró viejos y nuevos diccionarios para Aída. Los viejos son para leerlos, los nuevos sólo para consultarlos. En ellos buscamos palabras antiguas y palabras modernas, palabras que existen y palabras inventadas.
-Hay días en que amanezco muy eme -le digo a Aída.
Despierto membranoso y mamario, masturbatorio, meditabundo.
Me pongo místico. La amo inmoderadamente, como a un ídolo antiguo.
-Hoy me siento muy be -dice Aída, siguiendo el juego.
Babel, bacante, bárbara, bella y brutal, bramadora, burlona, bravía, bovina, biliosa, bostezante, a veces beoda, babeante, bestial.
-Bala, bebe, bencina, burbuja, benjuí, bisturí, balsa, boca, blanco, bolo, blonda -dice Aída, asociando libremente.
-Bruja, belga, barca, Barcelona, Bremen, bramido, branquias, belladonas, bostezo, bajo, besamano -agrego yo, enseguida.
A la noche, bajo la cama, los diccionarios están de pie. Dormidos bajo la opalina, bajo la dorada D, y en mis sueños hay palabras que no conozco, como bastelo y bondino.
Despierto, a las tres de la mañana, solo, sin Aída. El cielo tiene una leve tonalidad rosa, en el negro profundo. Me visto. Aída, lejos, debe dormir junto a su hijo. Ninguna posibilidad de despertarla, de llegar hasta su casa y meterme en su cama. En la calle hay algunas luces encendidas. Los autos, en fila, ocupan todo el espacio. Como grandes insectos coriáceos que hubieran invadido la ciudad y, ahora, dormidos, reposaran de su triunfo. Árboles raquíticos asoman entre ellos, como picas de un ejército en retirada. Por la calle, nadie. Los focos encendidos iluminan un telón fantasmal, un teatro vacío. El Vips está abierto, repleto de chucherías, como la antesala de un aeropuerto, a la noche, en un viaje transoceánico. Los escasos clientes se pasean entre carteles de viejas actrices, hoy retiradas, cuya belleza tiene algo de prefabricado, algo de cartón. Marlene Dietrich y su larga boquilla, con su mirada viciosa de mujer aburrida, de mujer sin ilusiones, pero que provoca el sueño ajeno. Rita Hayworth y su melena rojiza, con un vestido negro y un sujetador exagerado quizás para sus glándulas mamarias. Me muevo entre revistas extranjeras con portadas casi siempre iguales: príncipes, tenistas, ministros. Aída no está en ninguna, aunque es la única imagen que quiero ver. Aída, con su rostro siempre pálido de mujer que no ama el sol, de psique enfermiza. Aída, con su melena sobre los ojos, como un perro de aguas. Aída y el misterio de boca ancha y breve, con un leve orificio en el centro. "

jueves, 26 de septiembre de 2013

Te libero. Mario Benedetti

“Te libero de mí, de mis males, de mi malgenio, de los domingos por la tarde en donde nunca puedo más, del odio a mis cumpleaños, de no saber cómo hacer para regalarte algo que no pierdas. 
Te libero de mi desengaño, de tu karma, de mis novedades, de la contradicción que represento.
Te libero de mis llamadas que te saben a autocompasión, de mis enredos, de mi cabello suelto, largo, sin peinar. 
Te libero de mi consciencia, del desconcierto a fin de mes, de la caída, de la llegada, de mi huida inevitable.
Te dejo libre para que me dejes, para que me veas de lejos y me quieras, menos.”

— Mario Benedetti

miércoles, 25 de septiembre de 2013

La luna en rotación



A causa de su órbita sincrónica la Luna siempre nos muestra una de sus caras. Gracias a la sonda de la NASA Lunar Reconnaissance Orbiter y a este vídeo en time lapse realizado con la Cámara Gran Angular a bordo de la sonda podemos ver toda su superficie.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

¿Para qué sirve el colegio hoy en día? Ricardo Soria Paloma

Vuelta al colegio. Vuelta a ver a mis compañeros de trabajo, a un buen ambiente laboral y, dentro de nada, vuelta a ver a nuestros queridos adolescentes, más para ayudarlos a ellos (y a sus familias) que para combatirlos. No es tan fiero el león como lo pintan, sobre todo si hay verdadero interés por nuestra parte. Jóvenes: tan llenos de vida que se me encoge el corazón cuando veo a alguno malgastarla sin provecho frente a las nuevas tecnologías, sea o no mi alumno; tan llenos de posibilidades que algunos adultos darían una fortuna por regresar a un punto donde extraviaron alguna página de su vida. Hoy soy yo el profesor y, aunque supere por poco la treintena y no haga tanto que era uno de ellos, siento una punzada en la cabeza cuando explico un tema nuevo y algún alumno pregunta con seriedad: «¿Esto para qué sirve?». Realmente, no le faltan motivos para hacerlo: casi seguro que obtendría más provecho económico si cultivase sus músculos con ciclos incluidos y los exhibiese por nuestras televisiones; o en el caso de ellas, que se recauchutasen enteras, salieran con cualquier famosete y se desnudasen después en revistas; o que medrasen todos en la casta de cualquier partido político. ¿Para qué sirve esto que estoy dando? Un poco más lejos: ¿para qué sirve el colegio, además del papel que se entrega al final? Me hago esta pregunta mientras cruzo una mirada con el profesor de Historia y pienso «¿cuándo ha habido educación universal en España?». Sonrío al pensar que sólo a partir de 1986 ha estado vigente el único instrumento que, aprovechado, garantiza un futuro y una ascensión social del individuo. Demasiado valioso como para que no lo aprovechemos, sobre todo si se trata del futuro y de la vida de nuestros hijos. Sin embargo, despreciado hoy en día. Por cierto, ¿cuánto tiempo hemos disfrutado de la libertad que ofrece la democracia? Muy poco, por desgracia, del sistema que garantiza igualdad y ley para todos. ¿No deberíamos respetarla un poco más y no atropellarla –como se ve a diario–, por la cuenta que nos trae? Giro la cabeza hacia el profesor de Filosofía, que me hace recordar la «culpable minoría de edad» de la que hablaba Kant a finales del siglo XVIII, receta aplicable por desgracia en la España del siglo XXI. ¿No sería justo que los adultos nos pidiésemos a nosotros mismos lo que les pedimos a los alumnos? La mejor educación es la ejemplaridad, así que podríamos aplicarnos lo de culpar siempre al otro, ya sea el vecino, la mala suerte, el Gobierno... Cuando en realidad deberíamos mirarnos al espejo muchas veces y asumir responsabilidades. Así nosotros, los de a pie, como nuestros representantes en el Congreso, tantas veces ladrando «y tú más, y tú más», que ya resulta difícil saber si España cabalga o si nos hemos quedado en esa etapa infantil y victimista.
¿No nos iría mejor como individuos y como sociedad si aprovechásemos estas y otras enseñanzas para labrarnos un futuro con mayúsculas? No hablaré de mi asignatura, pero luego dirán que en el colegio no se aprende nada. Algunos políticos y famosetes podrían visitarnos. Me ofrezco a darles gratis las clases de Lengua y Literatura que tantas veces demuestran que necesitan.

Publicado en La Nueva España, 18 de septiembre de 2013

Steve McCurry











domingo, 15 de septiembre de 2013

Pausa. Mario Benedetti

De vez en cuando hay que hacer
una pausa
contemplarse a sí mismo
sin la fruición cotidiana
examinar el pasado
rubro por rubro
etapa por etapa
baldosa por baldosa
y no llorarse las mentiras
sino cantarse las verdades

lunes, 9 de septiembre de 2013

La dalia negra. James Ellroy

" Era una promesa sobre la cual podía ir construyendo algo e hizo que siguiera yendo al archivo. En mis días libres y con Kay en su trabajo, no tenía nada que hacer, así que lo leí una y otra vez. Faltaban las carpetas de la R, la S y la T, lo cual suponía una molestia pero, aparte de eso, era la perfección misma. Mi mujer real de ahora había hecho retroceder a Betty Short más allá de una Línea Maginot al terreno de la curiosidad profesional, así yo leía, pensaba y hacía hipótesis con la meta de convertirme en un buen detective..., el camino en el cual me hallaba hasta que hice funcionar esa alarma. Algunas veces, tenía la sensación de que en esos hechos había conexiones que rogaban ser establecidas; otras veces, me maldecía a mí mismo por no tener un diez por ciento más de sustancia gris; en ocasiones los papeles sólo, me hacían pensar en Lee.
Seguí con la mujer a la cual él había salvado de una pesadilla. Kay y yo jugábamos a las casitas tres o cuatro veces a la semana, siempre tarde, dado el turno que yo tenía ahora. Hacíamos el amor a nuestra tierna manera particular y hablábamos esquivando los acontecimientos desagradables de los últimos meses. Aunque me mostrara amable y bondadoso, por dentro seguía hirviendo con el ansia de que se produjera una conclusión exterior a mí..., que Lee volviera, que el asesino de la Dalia estuviera sobre una bandeja, otras sesión de Flecha Roja con Madeleine o Ellis Loew y Fritzie Vogel clavados en una cruz.
Lo que siempre llegaba con eso era ver de nuevo en una fea ampliación mi imagen que golpeaba a Cecil Durkin, seguida por la pregunta: «¿Hasta dónde habrías llegado esa noche?».
Durante mis rondas, esa pregunta me acosaba con más fuerza que nunca. Hacía la Cinco Este, desde Main a Stanford, la peor zona. Bancos de sangre, licorerías que sólo vendían medias pintas y minibocadillos, hoteles de cincuenta centavos la noche y misiones medio en ruinas.
Allí la regla escrita era que los agentes de a pie no se andaban nunca con bromas. Las pesadillas de borrachos eran dispersadas a golpes de porra; los tipos que intentaban ser cogidos en la lista de algún negrero cuando se ponían demasiado pesados y no había trabajo eran echados a empujones.
Recogías borrachos y gente que vivía rebuscando en la basura, para cumplir con la cuota, sin hacer ninguna discriminación, y les dabas una paliza si intentaban escaparse del furgón. Era un trabajo horrible y asqueroso y los únicos agentes buenos en él eran los tipos trasladados de Oklahoma a los que se cogió en el Departamento durante la falta de hombres producida por la guerra. Yo patrullaba pero no me lo tomaba demasiado en serio: rozaba a los tipos con mi porra, sin apretar; les daba calderilla a los borrachos para sacarlos de la calle y meterlos en las tabernas donde no me vería obligado a lidiar con ellos y obtenía cuotas bajas en mis recogidas. Conseguí la reputación de «el blando» de la Central; Johnny Vogel me pilló en dos ocasiones en que le daba calderilla a un borracho y se rió a carcajadas. Después de mi primer mes vestido de uniforme, el teniente Jastrow me puso una D, lo más bajo posible, en su apreciación de mi capacidad: uno de los chupatintas me contó que citaba mi «Renuencia a emplear la fuerza necesaria con los delincuentes recalcitrantes». A Kay le hizo mucha gracia eso pero yo imaginé una montaña de papeles con malos informes tan alta que ni toda la influencia de Russ Millard sería capaz de hacerme volver a mi trabajo.
Así pues, me hallaba en el mismo sitio que antes del combate y la votación sobre los fondos, sólo que un poco más al este y andando a pie. Durante mi ascensión a la Criminal, los rumores hicieron furor; ahora, las especulaciones se centraban en mi caída. "


La dalia negra 

jueves, 5 de septiembre de 2013

5 de septiembre


Aprovecha el día. 
No dejes que termine sin haber 
crecido un poco, sin haber sido feliz, 
sin haber alimentado tus sueños. 
No te dejes vencer por el desaliento. 
No permitas que nadie te quite el 
derecho de expresarte, que es casi un deber...

Walt Whitman

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Déjalos que se maten entre ellos

La población siria se levantó contra la dictadura exigiendo democracia, el régimen respondió masacrándoles y Occidente ignoró su penuria; entonces llegó Al Qaeda.

El retrato de Bashar al Assad había sido colocado en el baño a ras de suelo. Justo frente al agujero que utilizaban los rebeldes para defecar. «Así tendrá unas buenas vistas», aseguró uno los alzados con un sentido del humor ciertamente escatológico.

El calendario marcaba el mes de noviembre del 2011. En mi anterior visita a Siria, en julio del 2010, antes de que comenzara la revuelta, la imagen de Al Assad seguía siendo un referente tan venerado que en el monasterio de Santa Tecla, a 65 kilómetros de Damasco, se prodigaba tanto como la iconografía religiosa. Bashar aparecía fotografiado en solitario, junto a los huérfanos del recinto, con las monjas del convento, comiendo con sus residentes y rodeado de religiosos de todas las confesiones.

El radical giro político que sufrió la nación árabe pocos meses después fue un efecto más de la llamada Primavera Árabe y del hartazgo que despertaba entre la población siria una dictadura —la del Partido Baaz que accedió al poder en 1963— que lleva ya medio siglo rigiendo los designios del país.

«Con el Baaz, todo dependía de la muhabarat (el servicio secreto). Tenías que pedirles permiso para viajar, para casarte, para abrir un negocio… No podías ni respirar», recordaba uno de los activistas instalados en Jabal Zawiya, Fahid Sheij Wali.

El estudiante de Educación Física, de 21 años, era uno de los opositores que todavía defendía en aquel entonces —tras meses de brutal represión— las protestas pacíficas.

En realidad, al principio todos secundaban esa postura. Los sirios salieron a las calles no con ametralladoras sino «con las manos abiertas para demostrar que íbamos desarmados», relataba Fahid.

La revuelta comenzó cuando un grupo de colegiales de Daraa decidió emular las imágenes que veían procedentes de Túnez o Egipto y escribir en los muros de esa ciudad, sita al este de Siria, los mismos mensajes que lanzaban las multitudes que protestaban contra la autocracia en esos países: «¡Vete!» o «El pueblo quiere derrocar al régimen». Eran tan ingenuos que firmaron las pintadas con sus propios nombres. Eso ocurrió el 16 de febrero del 2011.

Los estudiantes fueron arrestados al día siguiente y cuando fueron liberados —un mes más tarde— Daraa ya se había convertido en el detonante de la creciente algarada popular. El regreso de los chicos y su relato sobre las tropelías que habían sufrido en la cárcel, donde les golpearon con cables, les colgaron del techo y les intentaron romper las manos hasta hacerles sangrar, azuzó la insurrección.

Bashar al Assad respondió desde el primer momento al estilo Gadafi. El ejército y la policía comenzaron a disparar sobre las manifestaciones pacíficas. Miles fueron asesinados.

Durante el verano del 2011 enclaves como Hama, Homs o la citada Daraa se convirtieron en bastiones de la protesta popular. Cientos de miles de personas se concentraron en la primera casi a diario, pese a la triste memoria que atesoraba esa ciudad, arrasada en 1982 por el padre de Bashar, Hafez al Assad, cuando también se erigió como reducto de la oposición que pretendía derrocar al régimen en aquellas fechas.

Bashar respondió al desafío con la misma brutalidad que su antecesor. El 31 de julio del 2011 los tanques y los soldados del autócrata mataron a decenas tan solo en Hama. El Ramadán de ese año fue un anticipo sangriento del futuro que se cernía sobre los opositores.

Cuando entré por primera vez a Siria tras el inicio de la insurrección popular, en noviembre de ese año, las protestas eran todavía diarias incluso en las poblaciones controladas por el régimen.

«La población sale todas las noches a protestar. Hace un mes mataron a tres personas. Ahora se contentan con dejarnos gritar», me explicó Mahmud al Jarabsha, un vecino del primer villorrio en el que nos escondimos al cruzar ilegalmente la frontera en la provincia norteña de Idlib.

Desde su vivienda se podían escuchar los gritos de los manifestantes. Mahmud y sus amigos permanecían «enganchados» a las emisiones de uno de los canales que se ha erigido en portavoz de la revuelta: Oriente TV. Las imágenes de las protestas populares se entremezclaban con las que constataban la violencia con la que respondió la autocracia. Civiles apaleados, a los que les pisoteaban la cabeza. Cadáveres amoratados o cribados por las marcas de la tortura. En una de las grabaciones un soldado le arrancaba a un prisionero los pelos del bigote uno a uno.

«Da igual, ya hemos perdido el miedo», declaró Mahmud frente a los estremecedores vídeos.

Era cierto, para esas fechas un amplio sector de la población siria —tan solo Alepo, el centro de Damasco y la región drusa y alauí permanecían mas o menos al margen de la insurrección— había decidido desafiar al régimen en las calles. El 27 de julio, tras cuatro meses de represión disparatada contra manifestantes desarmados, el núcleo inicial del Ejército Libre de Siria, la oposición armada, anunció su creación.

Los primeros dirigentes, Hussein Harmush y Riad al Asaad, procedían ambos de la región montañosa de Jabal al Zawiya, en Idlib. Allí establecieron los alzados lo que llamaron la primera «región liberada» de Siria.

El recorrido por Jabal Zawiya aquel noviembre del 2011 me permitió comprender la determinación pero también la ingenuidad de los opositores. Se decían prestos a enfrentarse a la maquinaria bélica de Bashar —una de las más potentes de Oriente Próximo— con ametralladoras y escopetas de caza. Algunos patrullaban con palos, pistolas y viejos mosquetones con la bayoneta calada. Escenas propias de la Primera Guerra Mundial para intentar frenar a un ejército equipado con misiles Scud y armas químicas.

Su primera pregunta al encontrarse con los extranjeros casi siempre era la misma: «¿ustedes creen que somos unos terroristas?».

En aquellas fechas, ninguno de las decenas y decenas de sirios a los que entrevisté mostró ninguna afinidad con Al Qaeda. De hecho, Jabhat al Nusra, la facción que ahora reconoce su lealtad a esa ideología, ni siquiera se había creado.

Una semana después de que abandonáramos Jabal Zawiya, los tanques y el ejército leal a Damasco arrasó la región. Los mosquetones y las escopetas de caza poco pudieron hacer frente a los blindados.

Las organizaciones de Derechos Humanos dijeron que más de un centenar de personas habían sido masacradas, atrapados en una emboscada en la que fueron ametrallados sin misericordia. Los testimonios recogidos por esas mismas ONG hablaban de cuerpos quemados o decapitados, que fueron dejados en las calles para que se pudrieran al sol.

Meses más tarde me encontré con el coronel Abdul Hamid Zakaria, que había participado en aquella arremetida, desertando después a Turquía.

Zakaria, un oficial médico, confirmó la matanza y recordó que al retirarse del lugar la columna de blindados, ante el temor que sufrir una emboscada, decidió avanzar colocando niños sobre algunos de los tanques.

«Yo iba con la ambulancia al final del convoy. Eran más de 35 vehículos. La estrategia militar dice que el último tanque es el más expuesto porque no tiene a nadie que le cubra la retaguardia. Por eso colocaron cinco niños encima del blindado. En una de las curvas, uno de los pequeños se cayó. Lo aplastamos con las ruedas de la ambulancia. No pude hacer nada. Estaba muerto», relató.

Cuando en junio del 2012 le pregunté a la opositora cristiana Marcell Shahwaro cuánto tiempo podía prevalecer la oposición pacífica —de la que era una de las principales adalides en su ciudad natal, Alepo— frente a la represión de las fuerzas de Bashar, su respuesta fue honesta: «Muy poco, en dos o tres meses todo el mundo portará armas para defenderse».

Sus palabras fueron proféticas. Semanas después asistíamos al inicio de la batalla por el control de Alepo, la segunda ciudad del país, que muy pronto se estancaría en una guerra de atrición, francotiradores y destrucción generalizada que marcaría la pauta para otros frentes como Deir Ez Zor, Homs, Idlib o Daraa.

La represión había azuzado los deseos de venganza de muchos, que comenzaban a eclipsar las demandas de libertad y democracia que alentaron la revuelta en un inicio. La revolución ya no era tal, sino una guerra civil cada vez más sangrienta, aunque los activistas —cada vez menos— seguían reuniéndose sin armas cada viernes en muchas poblaciones para pedir «la caída del régimen».

El verano del 2012 vio como las milicias kurdas se sublevaban e irrumpían en un conflicto que cada vez adquiría una mayor complejidad, con milicias de todas las filiaciones luchando en sectores inconexos, y el odio sectario cada vez más presente.

Los acólitos del régimen nunca ocultaron sus intenciones. Las escribían en los muros de las ciudades que atacaban como Azzaz o Taftanaz: «O Asad o quemaremos el país». Cumplieron su promesa. De los tanques y la artillería pasaron a la aviación, y más tarde a los misiles del tipo Scud. Las armas químicas solo fueron un escalón más en el descenso a la locura.

«¿Cuál es la diferencia entre asesinar a 100.000 con cuchillos o a 1000 con armas químicas? No nos sorprendió que usaran armas químicas. Se habían saltado todas las líneas rojas que uno pudiera imaginar. Si tuviera una bomba atómica también la usaría. La postura de Occidente ha sido de pura hipocresía. Ni siquiera han sido capaces de cubrir las necesidades de los refugiados. Lo que quieren EE. UU. y sus aliados es la destrucción de Siria. Que nos exterminemos entre nosotros», apuntó hace días Abu Eizendil, jefe de la oficina política de la División Al Haq, una de las principales facciones islamistas que actúan en Homs.

El pasado 28 uno de los analistas más leídos de Israel, Nahum Barnea, escribía en el principal diario del país, Yediot Aharonot, un artículo sobre la posible intervención norteamericana y recordaba un poco de historia.

«Cuando le preguntaron a Moshe Dayan (quien fuera ministro de Defensa israelí) sobre un guerra entre dos grupos palestinos en Gaza respondió: déjalos que se maten entre ellos. Esa fue la actitud del presidente Obama hacia la guerra civil en Siria. Había llegado a la conclusión de que el interés norteamericano no se vería favorecido por la victoria de ninguno de los dos lados», escribió.

La tesis del «déjalos que se maten entre ellos», no solo se han convertido durante estos meses en leitmotiv de los neoconservadores más radicales de Washington y del lobby proisraelí, sino que curiosamente ha conseguido el apoyo de facto de muchos adalides del autodenominado frente antimperialista.

Atrapados entre los intereses de la realpolitik internacional, los sirios nunca entendieron por qué Occidente ignoraba su revuelta.

En una de mis visitas a Idlib, a principios del 2012, cuando todavía el islamismo yihadista en el conflicto de Siria no era más que una hipótesis incipiente, un doctor de esa provincia no pudo esconder su indignación hacia Europa y EE. UU. Confesó que siempre había sido laico, que incluso hubo un tiempo en el que no rechazaba la bebida, pero terminó con una declaración devastadora: «ahora no hay Al Qaeda, pero si Occidente sigue sin ayudarnos, en pocos meses todos seremos de Al Qaeda».

[Javier Espinosa es corresponsal de El Mundo en Oriente Próximo]