“¿Los tíos ya eran así?”, pregunta una amiga que, tras
doce años de matrimonio, se ha reincorporado a la dura vida de la
soltería. Se estrenó saliendo con un chico unos meses, y él acaba de
largarse sin dejar rastro. Esas parejas eventuales que antaño bajaban a
comprar tabaco y no volvían más, ahora que nadie fuma simplemente
desaparecen. No me refiero a los fuck & run de una noche. Sino a
los que ya empezaban a formar parte de la costumbre: excursiones de fin
de semana, bromas íntimas, vacaciones juntos, presentación de amigos, a
veces incluso conoces a sus hijos. Construían nostalgia. Y de repente,
dejan de contestar a los mensajes. Si te he visto, no me acuerdo.
Entonces lo único que puedes hacer es aceptar el ghosting.
Así se llama ahora el tradicional “irse a la francesa” y,
como mínimo entre mis conocidos, se ha vuelto un modo frecuente de
acabar las relaciones. Con la máxima discreción. Sin avisar ni
despedirse. Las mujeres suelen tener más tacto, y al menos envían un
watsap o e-mail en el que piden tiempo. Necesito tiempo. No te hagas
ilusiones, es un eufemismo. Ese tiempo indefinido se alargará hasta el
infinito, y tú, al otro lado, te sentirás idiota por haberlo perdido
esperando. Los hombres, por su parte, no ven por qué deberían dar
explicaciones; su silencio ya es suficientemente elocuente.
Tal vez las redes sociales hayan contribuido a este
sistema. Dicen que internet desensibiliza. Tener un nuevo amigo es tan
fácil como hacer un clic, y dejar de tenerlo es tan sencillo como
desagregarlo. Si no te gusta, lo bloqueas. Amar se ha convertido en una
selección de personal. Cuando uno no cumple con todos los requisitos,
le das las gracias por los servicios prestados y adiós muy buenas. Vale,
el despido es improcedente, porque lo hizo bien, era un encanto. Pero
con toda la oferta que hay, no vas a perder la oportunidad de encontrar
un candidato mejor. La literatura está llena de oportunidades perdidas y
sus protagonistas lo pasan fatal. Además, no había contrato alguno.
Somos freelance, autónomos, independientes. ¿Para qué pasar por ese
trance engorroso del “tenemos que hablar”?
Hablar no está de moda. Como mucho, le envías unos
emoticonos o unos gifts que lo dicen todo. Admitir que es complicado es
admitir que no llamas a las cosas por su nombre. Hagámoslo fácil: no te
enfrentes a la situación, mejor huye. El otro ya lo entenderá. Y si no lo
entiende, si no lo entiende, nada de nada, si se flagela preguntándose qué
ha ocurrido o en qué la cagó, si se angustia por el abandono, si le
cuesta asumir esta interrupción abrupta, aquí, ahora, tan fuera de
lugar, si no sabe cómo va a encarar esta crisis, tanto da, porque éste
ha dejado de ser tu problema. ¿Los políticos ya eran así? ¿Y los
intelectuales? ¿Y los directivos? ¿Y los economistas? ¿Hay alguien que
aún asuma la responsabilidad de dar explicaciones?
Llúcia Ramis.
La Vanguardia, mayo de 2016
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