Arturo Pérez-Reverte
La Reina del Sur.
Cuando
iba a salir al porche oyó cantar los gallos en los patios de las
casas de Palmones, y de pronto sintió frío. Desde Melilla, el canto
de los gallos se asociaba en su recuerdo con las palabras amanecer y
soledad. Una franja de claridad se destacaba por levante, silueteando
las torres y las chimeneas de la refinería, y en aquella parte el
paisaje pasaba del negro al gris, transmitiendo el mismo color al
agua de la orilla. Pronto habrá más luz, se dijo. Y el gris de mis
sucios amaneceres se iluminará primero con tonos dorados y rojizos,
y luego el sol y el azul empezarán a derramarse por la playa y la
bahía, y yo estaré de nuevo a salvo hasta la próxima hora del
alba. Andaba en esos pensamientos cuando vio a Santiago levantar la
cabeza hacia el cielo que clareaba, como un perro de caza que
husmease el aire, y quedarse así absorto, suspendido el trabajo, un
buen rato. Luego se puso en pie, estirando los brazos para
desperezarse, apagó la luz del flexo y se quitó el pantalón corto,
tensó una vez más los músculos de los hombros y los brazos como si
fuese a abarcar la bahía, y anduvo hasta la orilla, metiéndose en
el agua que la brisa alta apenas rozaba; un agua tan quieta que los
aros concéntricos que se generaban al entrar en ella podían
percibirse hasta muy lejos en la superficie oscura. Se dejó caer de
frente y chapoteó despacio, hasta el límite donde hacía pie, antes
de volverse y ver a Teresa, que había cruzado el porche quitándose
la camiseta y entraba en el mar porque sentía mucho mas frío allá
atrás, sola en la casa y en la arena que el amanecer agrisaba. Y de
esa forma se encontraron con el agua por el pecho, y la piel desnuda
y erizada de ella se entibió al contacto con la del hombre; y cuando
sintió su miembro endurecido apretar primero contra sus muslos y
después contra su vientre abrió las piernas aprisionándolo entre
ellas mientras besaba su boca y su lengua con sabor a sal, y se
sostuvo medio ingrávida alrededor de sus caderas mientras él se le
metía bien adentro y se vaciaba lenta y largamente, sin prisas, al
tiempo que Teresa le acariciaba el pelo mojado, y la bahía se
aclaraba alrededor de los dos, y las casas encaladas de la orilla se
iban dorando con la luz naciente, y unas gaviotas volaban por encima
en círculos, entre graznidos, yendo y viniendo de las marismas. Y
entonces pensó que la vida era a veces tan hermosa que no se parecía
a la vida.
El pintor de batallas
Los
hombres, señor Faulques, somos animales carniceros. Nuestra
inventiva para crear horror no tiene límites. Usted tiene que
saberlo. Toda una vida fotografiando maldades enseña algo, supongo.
Por
muy intenso que sea, hay un momento en que el dolor deja de actuar en
nosotros.
Los
hombres antiguos miraban el mismo paisaje durante toda su vida, o
mucho tiempo. Hasta el viajero lo hacía, pues todo camino era largo.
Eso obligaba a pensar sobre el camino mismo. Ahora, sin embargo, todo
es rápido. Autopistas, trenes...Hasta la televisión nos muestra
varios paisajes en pocos segundos. No hay tiempo para reflexionar
sobre nada.
Hay
quien llama a eso incertidumbre del territorio.
También,
comprobó Faulques, era una mujer que no pasaba inadvertida aunque se
empeñara en ello: los hombres le cedían el paso en las puertas o le
abrían las portezuelas de los automóviles, los camareros acudían
con sólo mirarlos, los maïtres de los restaurantes le reservaban la
mejor mesa disponible y los gerentes de hotel la habitación con las
más espléndidas vistas. Ella correspondía a todo con aquella
peculiar sonrisa suya, irónica y afectuosa al mismo tiempo, con el
humor vivo y culto de sus observaciones, con la facultad inagotable
de ponerse, sin abdicar de nada, a la altura de cualquier
interlocutor. Hasta las propinas en restaurantes y hoteles las
deslizaba como quien comparte una broma en voz baja. Y cuando reía a
carcajadas -lo hacía como un muchacho travieso y cómplice-
cualquier hombre se habría dejado matar por ella o por su risa. Era
muy buena para todo eso. Las personas educadas, decía, seducimos a
los demás con algo muy simple: hablamos siempre de aquello que les
interesa.
Poseía
la seguridad perfecta que sólo ciertas mujeres tienen cuando el
mundo es su excitante campo de batalla, y los hombres un complemento
útil.
Él
supo de golpe, con la precisión fugaz de una fotografía percibida
en un instante, que ella era lo único que no podría olvidar nunca.
La
comprensión, incluso el esfuerzo por comprender, nos salva.
Aunque
no lo parezca, hay orden en el caos.
Las
flores siguen creciendo impasibles y seguras de sí, dijo ella una
vez. Los frágiles somos nosotros.
Cerraba
algunas puertas, pero abría otras con su talento especial para
despertar el instinto de protección, la admiración y la vanidad de
los hombres.
De
ese modo supo que no envejecerían juntos, y que ella viajaría hasta
otros lugares y otros brazos. El hombre, recordaba haberle oído
decir alguna vez, cree ser el amante de una mujer, cuando en realidad
sólo es su testigo. Aritmós kinesios. Entonces Faulques tuvo miedo
de regresar a la soledad que acechaba en las palabras antes y
después, pero tuvo más miedo de que ella sobreviviera a esa última
guerra.
En
los últimos días la había sorprendido varias veces mirándolo de
aquel modo, a hurtadillas primero, francamente después, cual si
pretendiera grabarse en la memoria cuanto a él se refería, todas
las imágenes de aquella etapa de una largo y extraño viaje que se
hallara a punto de terminar. Un viaje del que ella tuviese el pasaje
de vuelta en el bolsillo. Faulques caminaba con una sensación de
tristeza y de frío infinitos.
El Tango de la Guardia Vieja
"Me
proponía robarte el collar -dice tras un silencio-.Sólo eso.
Seducirte por tercera vez, de algún modo. Llevármelo como la noche
que volvimos de La Boca.
Mecha
se queda callada un momento.
-Ese
collar ya no vale lo que cuando nos conocimos -dice al fin-. Dudo que
ahora obtuvieras por él ni
la
mitad.
-No
se trata de eso. De que valga más o menos.
Era
una forma de... Bueno. No sé. Una forma.
-¿De
sentirte joven y triunfador?
Niega
él con la cabeza, en la oscuridad.
-De
decirte que no he olvidado. Que no olvidé.
"
Javier Marías
Tu rostro mañana
No
debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni
hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado
la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio
a salvo en el tuerto e inseguro olvido. Contar es casi siempre un
regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es
un vínculo y otorgar confianza, y rara es la confianza que antes o
después no se traiciona, raro el vínculo que no se enreda o anuda,
y así acaba apretando y hay que tirar de navaja o filo para
cortarlo. ¿Cuántas de las mías permanecen intactas, de las muchas
confianzas brindadas por quien tanto ha creído en su instinto y no
siempre le hizo caso y ha sido ingenuo demasiado tiempo? (Ya menos,
ya menos, pero la disminución de eso es muy lenta.) Siguen intactas
las que deposité en dos amigos que aún las conservan, frente a las
puestas en otros diez que las perdieron o desbarataron; la escasa que
di a mi padre y la pudorosa que di a mi madre, muy parecidas si no
fueron la misma, la de ella además no duró mucho, ya no puede
defraudarla o sólo póstumamente, si hiciera yo un día algún mal
descubrimiento, y dejara de ocultarse algo oculto; no perdura la de
mi hermana, ni la de ninguna novia ni ninguna amante ni ninguna
esposa pasada, presente o imaginaria (suele ser la hermana la primera
esposa, la esposa niña), parece obligado que en esas relaciones se
acabe utilizando lo que se sabe o se ha visto en contra del amado o
cónyuge -o de quien resultó ser sólo momentáneo calor y carne-,
de quien hizo revelaciones y admitió un testigo para sus flaquezas y
pesadumbres y se prestó a confidencias, o simplemente rememoró
sobre la almohada abstraído en voz alta sin reparar en los riesgos,
ni en el ojo arbitrario que siempre nos mira ni el oído selectivo y
sesgado que nos escucha (muchas veces no es nada grave, una
utilización sólo doméstica, defensiva y acorralada, para cargarse
de razón en un apuro dialéctico cuando se discute largo, un uso
argumentativo).
La
vulneración de la confianza también es eso: no sólo ser indiscreto
y ocasionar daño o perdición con ello, no sólo recurrir a esa arma
ilícita cuando los vientos cambian y se le pone la proa al que contó
y dejó ver -ese que se arrepiente ahora y niega y confunde y
enturbia ahora, y quisiera borrar y calla-, sino sacar ventaja del
conocimiento obtenido por debilidad o descuido o generosidad del
otro, sin respetar ni tener en cuenta la vía por la que llegó a
saberse lo que se esgrime o tergiversa ahora -o basta con haberlo
enunciado para que ya lo desfigure al recogerlo al aire-: si fueron
las confesiones de una noche enamorada o de un desesperado día, de
un atardecer de culpa o un despertar desolado, o de la embriagada
locuacidad de un insomnio: una noche o un día en que quien hablaba
hablaba como si no hubiera futuro más allá de esa noche o día y
fuera su lengua suelta a morir con ellos, ignorando que siempre hay
más por venir, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un
segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño -la lanza, la fiebre,
mi dolor y la palabra, el sueño-, y también el interminable tiempo
que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento, y
sigue añadiendo y hablando, murmurando e indagando y contando aunque
ya no oigamos y hayamos callado. Callar, callar, es la gran
aspiración que nadie cumple ni aun después de muerto, y yo el que
menos, que he contado a menudo y además por escrito en informes, y
aún más miro y escucho, aunque casi nunca pregunte ya nada a
cambio. No, yo no debería contar ni oír nada, porque nunca estará
en mi mano que no se repita y se afee en mi contra, para perderme, o
aún peor, que no se repita y se afee en contra de quienes yo bien
quiero para condenarlos.
Los enamoramientos
“La muerte del que nos hirió o mató en vida —expresión exagerada que ha acabado por ser común— no nos cura del todo ni nos faculta para olvidar.”
“Cuando alguien está enamorado, o más precisamente cuando lo está una mujer y además es al principio y el enamoramiento todavía posee el atractivo de la revelación, por lo general somos capaces de interesarnos por cualquier asunto que interese o del que nos hable el que amamos. No solamente de fingirlo para agradarle o para conquistarlo o para asentar nuestra frágil plaza, que también, sino de prestar verdadera atención y dejarnos contagiar de veras por lo que quiera que él sienta y transmita, entusiasmo, aversión, simpatía, temor, preocupación o hasta obsesión. No digamos de acompañarlo en sus reflexiones improvisadas, que son las que más atan y arrastran porque asistimos a su nacimiento y las empujamos, y las vemos desperezarse y vacilar y tropezar.”
“Es ridículo que tras tantos siglos de práctica, y de increíbles avances e inventos, todavía no haya forma de saber cuándo alguien miente; claro que eso nos beneficia y perjudica por igual a todos, quizá sea el único reducto de libertad que nos queda.”
“Lo malo de las desgracias muy grandes, de las que nos parten en dos y parece que no van a poder soportarse, es que quien las padece cree, o casi exige, que con ellas se acabe el mundo, y sin embargo el mundo no hace caso y prosigue, y además tira de quien padeció la desgracia.”
“Nada dura lo bastante porque todo se acaba, y una vez acabado resulta que nunca fue bastante, aunque durara cien años.”
“Cuántas personas que nos parecían vitales se nos quedan en el camino, cuántas se nos agotan y con cuántas se nos diluye el trato sin que haya aparente motivo ni desde luego uno de peso. Las únicas que no nos fallan ni defraudan son las que se nos arrebata, las únicas que no dejamos caer son las que desaparecen contra nuestra voluntad, abruptamente, y así carecen de tiempo para darnos disgustos o decepcionarnos.”
“A ninguno debe ofendernos que alguien se conforme con nosotros, a falta de quien fue mejor"
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