La
muerte de Sara Torres hace trece meses, la mujer de Fernando Savater,
ha tenido mi cabeza ocupada intermitentemente bastante más de lo que en
principio habría imaginado. Porque lo cierto es que a él lo veo rara vez
desde hace un lustro o quizá dos, pero hay afectos antiguos que
permanecen vigentes, invariables en la distancia, y que ni siquiera
precisan de la renovación periódica de la risa y la charla. Están ahí
fijados, justamente como los que guardamos hacia los muertos queridos:
no disminuyen porque ya no los veamos y sepamos que no vamos a volver a
verlos. No dejamos de contar con ellos por la circunstancia accidental
de que ya no habiten en nuestros mismos tiempo y espacio; lo hicieron
durante un largo periodo, y no deja de parecernos un azar que no
coincidamos últimamente con ellos. Aunque ese “últimamente” se prolongue
y ya no pueda ser calificado así, estábamos tan acostumbrados a su
presencia que ninguna ausencia –ni la definitiva– puede predominar sobre
aquélla. No es descabellado decir que nos acompañan como el aire, o que
“flotan” en el que respiramos. No es que los llevemos en la memoria:
los llevamos en nuestro ser. Algunos de los que desaparecen van
palideciendo a medida que los sobrevivimos, pero hay otros que jamás
pierden la viveza ni el color.
No
cometo indiscreción si digo que Savater, en esta primera fase, debe de
sentirse impaciente por reunirse con Sara, por ir donde ella esté. Pero,
dado que él no es religioso, el único lugar que pueden compartir es el
pasado, esto es, ser ambos pasado y pertenecer ambos a él, ser ambos
alguien que ha sido y ya no es. Él mismo lo ha hecho saber, directamente
o a través de otros. En una de las gratas columnas de Luis Alegre en
este diario, éste contaba que Savater andaba atascado con el último
libro que quería escribir, precisamente sobre Sara y su vida con ella, y
que, lograra terminarlo o no, después no pensaba hacer más. “Para qué,
si ya no los va a leer”, era la conclusión. Todo esto me ha llevado a
acordarme de cuando mi padre perdió a mi madre, en el lejano 1977. Tenía
él entonces un año menos de los que tengo yo ahora, y no hace falta
decir que, desde mis veintiséis, yo lo veía como un hombre más entrado
en edad de lo que probablemente lo estaba y de como me veo a mí mismo
hoy. Mis padres habían estado casados treinta y seis años, pero habían
sido amigos o habían “salido” desde hacía muchos más. Al morir ella,
Lolita, él, Julián, quedó tan desconsolado como pueda estarlo ahora
Savater. Durante bastante tiempo mi padre expresó ese deseo de seguir a
mi madre diciendo: “Estoy seguro de que no voy a durar, noto que mi
tiempo también toca a su fin”. Yo solía irritarlo con mis réplicas, que
no buscaban otra cosa que hacerlo reaccionar y sacarlo de su
abatimiento: “¿En qué lo notas?”, le preguntaba. “¿Te sientes enfermo,
te sientes mal?” “No”, respondía, “no es eso, pero lo sé”. “¿Entonces
estás pensando en suicidarte?”, insistía yo. “Claro que no”, contestaba
casi ofendido, pues él era religioso –católico reflexionante–, a
diferencia de Savater. “Pues no augures cosas que no puedes saber”,
acababa yo, hasta la siguiente vez. Él vivió veintiocho años más que mi
madre, es decir, tardó largo tiempo en reunirse con ella, sólo fuera
como “pasado”. Él creía que el reencuentro consistiría en mucho más; de
hecho acostumbraba a decir que estaba convencido de que sería ella quien
le abriera la puerta. A mí me daban ganas de preguntarle qué puerta,
pero irritarlo en exceso no habría estado bien, y, por absurdo que me
sonase aquello, sabía a qué puerta se refería. No hay por qué socavar
las creencias de las personas, si las ayudan a sobreponerse a la
tristeza o a la desolación.
Y
acaso fueron esas creencias las que, al cabo de unos meses de la muerte
de mi madre, lo indujeron a tener la actitud contraria a la de Savater.
Se puso a escribir, un libro, dos, tres, yo qué sé cuántos más. Me
imagino que sentarse ante la máquina era una de las pocas cosas que lo
movían a levantarse tras noches de malos sueños o insomnio y atravesar
la jornada, a pensar que no todo había acabado, que aún podía ser útil y
productivo. Pero lo que más lo empujaba a escribir, decía, era la idea
de que le “debía” a mi madre unos cuantos libros, de que a ella le
habría gustado que los escribiese. Tal vez se figuraba que desde algún
sitio ella lo sabría, se enteraría; es más, que “todavía” los podría
leer. No me cabe duda de que Julián escribía en buena medida para
Lolita. No sólo, desde luego, pero para ella en primer lugar. Cada vez
que terminaba un artículo, desde la infancia lo veía perseguir por la
casa a mi madre –ocupada en mil quehaceres, de un lado a otro– para
leérselo con impaciencia; y hasta que ella no le aseguraba que le
parecía bien, no lo enviaba. Necesitaba su aprobación pese a ser hombre
muy confiado, incorregiblemente optimista y muy seguro de lo que hacía.
Con esa ilusión, con la de su aprobación “póstuma” o fantasmal, tuvo
veintiocho años de casi incesante actividad. Savater no es religioso
pero le encantan las historias de fantasmas. Y como es persona tan
optimista y confiada como mi padre, y probablemente más jovial, confío
en que un día consiga convertir a Sara en fantasma literario, en
acompañante de ficción –no merece menos–, y en que así se incumpla su
presentimiento de no volver a escribir más.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 24 de abril de 2016
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