lunes, 24 de octubre de 2011

Leer el laberinto, por Ángel-Luis Vicente



A estas alturas del otoño, aun no se sabe muy bien si es tiempo de sombras o de claridades, dudo entre ver The Pillow Book o escribir estas líneas para compartir mis recuerdos. Y en el laberinto que es vivir elijo la escritura, aplazando otros caminos para un mañana próximo.

En la época que comencé a comprar todos los fines de semana el diario El País (así comenzó la adicción a leer el periódico y a la entrañable amistad y conversación con buenos amigos kiosqueros), recuerdo sobre las demás, dos portadas muy especiales a color en tiempos de los diarios a una sola tinta, el lo que llamábamos el dominical: la primera mostraba una insultantemente joven, rubia y sensual Jessica Lange que esperaba al cartero que llamaba dos veces. Desde entonces Lange y su chico Sam Shepard no han desaparecido de mi vida. Ella me sacudió el alma encarnando a Frances Farmer, y el vaquero norteamericano me insufló la poesía más rockera en sus Crónicas de un motel. En la segunda portada , en la orillas de mi invierno en la Isla de San Fernando, asomó embarazada, enigmática y embutida en un vestido negro, una inmóvil Ángela Molina, allá por el año 1987, que más de veinte años después sigue desprendiendo su particular magnetismo en las pantallas. Estas son dos de las casillas de salida.

Dos otoños después, compré sin saber muy bien porqué (las causas aparecerán después a lo largo de lo que llamamos vida) Diario del Nautilus, en la librería de Suso, en tapa dura, y que aún conservo subrayado y manoseado. ¡Las veces que me sumergí en él! Ayudándome a olvidar tardes de nieblas existenciales y desamor, no queriendo yo salir a la superficie, manteniéndome a salvo en las dependencias bibliófilas del capitán Nemo. Rememoro y me traslado al viejísimo sillón donde el tiempo era modelado por el objeto de lectura. Fue el inicio de un camino en círculo.

Mi amigo Pedro Luis, estudiante de filosofía y que por aquella época convivíamos felices con otros compañeros en la universitaria ciudad a orillas del Tormes, me recomendó la inmensa obra de El Jinete Polaco. Reconozco sin vergüenza, que en aquellos años mi ingenuidad era del mismo tamaño que mi incultura, y que desconocía la identidad del autor o autora del libro. Soltar el librito del bolsillo de mi trenka, para acoger el monumental tomo si supuso un gran paso. Era una especie de amuleto y no quería quedar a la intemperie. Pero una vez abiertas las primeras páginas ya no he podido desprenderme jamás del ambiente novelesco que en mi paladar impregnaron Nadia-Allison-Mágina aportando todo lo que una persona no olvida para poder estar viva: la sensación de un refugio inexpugnable a la maldad y a la negrura de horizonte. Dos regalos de un mismo escritor no suman, multiplican sus fuerzas.

Mi camino de lecturas y de buenas amistades, me condujeron a la Universidad de mayores de veinticinco años, y seducido por la docencia, acabé Magisterio y mi oficio es el de educador desde un año antes de terminar el siglo XX.

He ido leyendo y recortado páginas del suplemento Babelia en donde Muñoz Molina me mostraba mundos intuidos, y a pesar de las mudanzas “sufridas” me acompañan dentro de un gran cartapacio. Recurro a ellas igual que bajaba neófito al Nautilus.

Ejerciendo mi oficio en tierras de Elda en el 2001, me reencontré por obra de las energías que se suman y unen a las almas que las engendran, (no existían apenas móviles, ni Facebook) a Pedro Luis ejerciendo en un instituto de Alicante. Hablando de cómo el oficio va perdiendo nobleza (en palabras de Carlos Barral) me narraba mi amigo sus años en Toledo en el IES Sefarad…

Y los círculos se cierran. Una noche de invierno, saliendo de unas mini salas de cine después de aspirar humos en la sugerente Smoke (retrato imborrable del Brooklyn literario), me topé con un libro abandonado por alguien junto a un contenedor: como podrán a estas alturas imaginar el título del libro sobra que yo lo tecleé en mi portátil. (No querría insultar ahora la inteligencia del lector).

La red se sigue extendiendo y las casualidades ya no me las creo, Smoke, me llevo a Auster, Auster a Pessoa, Pessoa a C.T. Dreyer, Dreyer a la dama Virginia Woolf que a su vez desembocó en T. Mann, un viaje a Portugal me sacó de mi sombrero a Pennac… llamémoslo si tiene que ser nombrado: carambolas de billar francés. A. Muñoz Molina fue la casilla de salida de la ruta litería que ya nunca concluirá.

Gracias a los libros y a los artesanos que los sueñan, y a esos lugares íntimos llamados librerías. Gracias a las personas que aun se denominan libreros. Gracias a la poética visual y estética del cine. Gracias a todo lo que llamamos Arte y al inmenso disfrute descubriendo que una pintura del Museo del Prado nos embriaga y nos conecta con una melodía de otra época pongamos de J.S.Bach, haciéndonos a su vez sensibles e impermeables a disfrutar ante un amanecer en compañía de una persona irrepetible y que nos ama. Congratularnos de los amigos y de los círculos que aún con años de por medio se cierran para aportarnos sabiduría. Y agradecer a los inmensos laberintos que la vida va ofreciéndonos en el camino, que al final nos desnuda y nos abre el alma para acabar mostrándonos el más sorprendente de los regalos: el sentido de vivir entre sueños para posibilitarnos ser unos seres contradictoriamente desmemoriados, memoriosos, inmaduros, viejos, temerosos de exponernos a la fría ráfaga de viento que nos apague la vela de vivir entre ficciones y realidades. Lejos de la sombra descolorida y helada que asoma al final del estrecho y desasosegante pasillo.

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