miércoles, 8 de abril de 2015

Rota. Leila Guerriero

Y entonces, porque yo estaba triste, el sábado pasado me llevaste a ese parque, tan cerca de casa, tan lejos del mundo, y caminamos por el sendero de tierra, entre las cañas de bambú, respirando el aire fino y caliente en el día desierto, y me contaste que habías estado allí un tiempo atrás, tomando unas fotos, y que te habías topado con un tipo rarísimo que tocaba la guitarra detrás de un arbusto —como un desconsolado, como un perro frenético—, y lo imitaste a gritos y yo me reí (recordando aquella vez, hace años, cuando éramos casi unos desconocidos y, en un bar de una isla colombiana, mientras sonaba Bob Marley, vos, hasta entonces silente y discreto, empezaste a cruzar la pista de una punta a la otra, con unos ridículos pasitos a la Fred Astaire, simulando que te ponías y te sacabas un sombrero, y yo te miraba con asombro y felicidad, como quien descubre un tesoro recién hecho), y cuando llegamos a un recodo del camino me señalaste una hiedra y me dijiste “Ponete ahí”, y bajo ese sol de ámbar empezaste a tomarme algunas fotos. Todo olía a eucaliptus y a tierra, y sonó la campana que anunciaba el paso de un tren, y la tarde, dentro de mí, se hizo trizas en miles de fragmentos de sangre y hueso y hielo, y vos te acercaste, me quitaste un mechón de la cara, me dijiste “Tan linda”, y yo te miré desconcertada, como un animal encandilado y alerta —¿qué habías visto, qué habías visto?—, y me preguntaste “¿Mejor?”, y yo te dije “Sí”. Y me sentí un monstruo, un animal, un ser lleno de secretos y pájaros oscuros. Porque no era verdad. Porque, a pesar del paseo y las fotos —y el mechón de pelo y tu intento de salvarme de todas las cosas— no era verdad. Porque la gente no salva a la gente: la gente se salva sola. Y no supe si vos lo sabías.

Leila Guerriero. El País. 

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