De origen humilde, se hizo tallador de piedra como su padre y pronto empezó a destacar en Venecia. Ya en 1778 viajó a Roma, entonces un hervidero intelectual al que afluían artistas de todo el mundo en busca de novedades: el citado Goya, Füssli, Piranesi…
Allí Canova tomó conciencia de las obligaciones intelectuales del escultor, más allá de su habilidad técnica. En aquel momento, Winckelmann abría el debate sobre la visión historicista y romántica del clasicismo, un debate al que fue sensible el artista de Possagno, quien hizo, en el fondo, lo complementario aMesserschmidt: dar animación a la piel.
Hasta entonces, los escultores pulían unas formas en el espacio; Canova da calidad sensorial y aliento de vida a la superficie, a la epidermis. En sus obras, lo óptico es el tacto, y es desde esa tactilidad desde la que se aprecian sus esculturas. Por eso se habla, al referirnos a la contemplación de sus trabajos, de “la visión de las manos”. Lo meramente ocular es la imagen pintada, pero lo genuino es tocar: en Canova desaparecen los elementos matemáticos a favor de los físicos.
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