lunes, 30 de abril de 2012

Si me necesitas, llámame. Raymond Carver.



Jack Vettriano

Los dos habíamos estado involucrados con otras personas esa primavera, pero cuando llegó junio y terminaron las clases decidimos poner en alquiler nuestra casa en Palo Alto y trasladarnos a la costa más al norte de California. Nuestro hijo, Richard, pasaría el verano en casa de la madre de Nancy, en Pasco, Washington, donde podría trabajar y ahorrar algo de dinero para la universidad. Ella estaba al tanto de la situación en casa y ya estaba buscándole un empleo por la temporada. Había hablado con un granjero que aceptó tomar a Richard para que juntara heno y arreglara alambrados. Un trabajo duro, pero Richard estaba conforme. Lo llevé a la terminal el día después de su graduación y me senté con él hasta que anunciaron su ómnibus. Su madre ya lo había despedido llorando y le había dado una larga carta que él debía entregar a la abuela en cuanto llegara. Prefirió quedarse terminando las valijas y esperando a la pareja que alquilaría nuestra casa. Yo compré el pasaje de Richard, se lo di y me senté a su lado en uno de los bancos de la terminal. En el viaje hasta allá habíamos hablado un poco de la situación.
–¿Van a divorciarse? –había preguntado él.
–No, si podemos evitarlo –le contesté. Era un sábado por la mañana y había poco tránsito–. Ninguno de los dos quiere llegar a eso. Por eso nos vamos; por eso no queremos ver a nadie durante el verano. Y por eso te enviamos con la abuela. Para no mencionar el hecho de que volverás con los bolsillos llenos de dinero. No queremos divorciarnos. Queremos estar solos y tratar de solucionar las cosas.
–¿Aún amas a mamá? Ella dice que te sigue queriendo.
–Por supuesto que la amo. Deberías saberlo a esta altura. Sólo que hemos tenido nuestra cuota de problemas, y necesitamos un poco de tiempo juntos, a solas. No te preocupes. Disfruta el verano y trabaja y ahorra un poco de dinero. Considéralo unas vacaciones de nosotros. Y trata de pescar. Hay muy buena pesca por allá.
–Y esquí acuático. Quiero aprender.
–Nunca hice esquí acuático. Haz un poco de eso también. Hazlo por mí.
Cuando anunciaron su ómnibus lo abracé y volví a decirle:
–No te preocupes. ¿Dónde está tu pasaje?
Él se palmeó el bolsillo de su campera. Lo acompañé hasta la fila frente al ómnibus, volví a abrazarlo y le di un beso en la mejilla. Adiós, papá, dijo él y me dio la espalda para que no viera sus lágrimas.
Al volver a casa, nuestras valijas y cajas estaban junto a la puerta. Nancy estaba en la cocina tomando café con los inquilinos, una joven pareja de estudiantes de posgrado de matemática, a quienes había visto por primera vez en mi vida pocos días antes, pero igual les di la mano a ambos y acepté una taza de café de Nancy mientras ella terminaba con la lista de indicaciones de lo que ellos debían hacer en la casa en nuestra ausencia y adónde debían enviarnos el correo. Su cara estaba tensa. La luz del sol avanzaba sobre la mesa a medida que pasaban los minutos. Finalmente todo pareció quedar en orden, y los dejé en la cocina para dedicarme a cargar nuestro equipaje en el coche. La casa a la que íbamos estaba completamente amueblada, hasta los utensilios de cocina, así que no necesitábamos llevar más que lo esencial.

Había hecho los quinientos kilómetros desde Palo Alto hasta Eureka tres semanas antes, y alquilado entonces la casa amueblada. Fui con Susan, la mujer con la que estaba saliendo. Nos quedamos en un motel a las puertas del pueblo durante tres noches, mientras recorría inmobiliarias y revisaba los clasificados. Ella me vio firmar el cheque por los tres meses de alquiler. Más tarde, en el motel, tirada en la cama con la mano en la frente, me dijo: "Envidio a tu esposa. Cuando hablan de la otra mujer, siempre dicen que es la esposa quien tiene los privilegios y el poder real, pero nunca me lo creí ni me importó. Ahora, en cambio, entiendo qué quieren decir. Y envidio a Nancy. Envidio la vida que tendrá a tu lado. Ojalá fuera yo la que va a estar contigo en esa casa todo el verano. Cómo me gustaría. Me siento tan gastada". Yo me limité a acariciarle el pelo.

Raymond Carver

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