jueves, 26 de abril de 2012

Supertriste, Fernando Lázaro Carreter


Leído en la carta de una lectora a su revista: «Hoy hace un año que murió mi Candy y estoy supertriste». Candy era una graciosa iguana, y eso podría haberlo escrito también un lector, porque super- es unisex; y ambos, idénticamente, podrían haber dicho que estaban super afligidos/as o superacongojados/as o superfastidiados/as, si hablaban en versión de cámara y si transcribimos tales sentimientos con repugnante estilo de circular ortosexual. Esa tumescencia verbal ataca a millares de ciudadanos veinteañeros, y a una multitud talluda contagiada de su inmunodeficiencia idiomática. Estalla con vigor en los viernes de litro y jarana, pero no sólo: también brota en muy amplios sectores del «qualunquismo» hispano, desde el mercadillo a la boutique, y hermana a los famosos de tele y magacín con quienes los airean con provechosa simbiosis.
Y así, super- puede crecerle a cualquier adjetivo (o sustantivo) y hay miles de hablantes que se sentirían desvalidos si no ornaran sus calificaciones con ese bubón: su ligue les parece superguay, gozan de una pareja muy supercálida, y aquella lectora halló a Candy en el terrario donde dormía supermuerta.
El ánimo de tales dilatadores endilga al adverbio el añadido de moda y se sienten superbien o supermal; tal vez aún no, superregular. Es el último estadio a que ha llegado por ahora la preposición super, que había sido fecunda en latín, ayudando a nacer palabras con el significado de 'encima de' o 'por encima de'. Muchas de ellas perecieron en su viaje a los romances, pero las sobrevivientes fueron tratadas con confianza, y supercilium, por ejemplo, se hizo sobrecejo en castellano, o surcil en francés antiguo.
Inquietantes sabios medievales volvieron a tirar de tal formante para señalar 'superioridad no espacial', en docenas de voces como superabnegativus de Boecio, superflexus de Sidonio, o, gala de aquel apogeo, supereminentissimus de san Fulgencio; pero eran indigestibles para el vulgo rudo que, por entonces, ya andaba haciendo picadillo la lengua de Horacio.
Hasta el siglo XVIII, el español sólo había acogido unas pocas voces de ese legado sabio, traídas del latín por los doctos: superabundante, superbísimo, superficial, superfino, superior... En 1803, el Diccionario académico había incorporado otra como ellas, supereminente. Y hasta 1884 no abre un artículo para la «preposición inseparable» super, a la que, entre otras aptitudes, le reconoce la de significargrado sumo’; lo ejemplifica con el ya dicho superabundante y una palabra moderna: superfino. Era, sin duda, un galicismo de moda, que, por ejemplo, aparecía aquel año en La Regenta, y que se estaba empleando para calificar a las gentes de sangre delicada y a sus cosas, por ejemplo, a los lenguados pequeñosno mayores de diez centímetrosque el cocinero Muro exaltaba en 1894 como superfinos.
Cuando esperaríamos una creciente presencia lexicográfica de estas formaciones romances paralela al uso, sólo hallamos, en 1970, la inclusión de super- como formante castellano (y ya no como «preposición impropia»), indicio claro de que su presencia iba haciéndose activa y no podía dejar de reconocerse. Pero en elDiccionario no aparece ninguna voz de las que se usaban ya, dado el criterio de que, una vez consignados un constituyente léxico y su significación, no se reseñen, por economía de espacio, las voces a las que sólo aporta aquel significado; así, si se definen super- y fino, huelga superfino. Sin embargo, aún sigue residual en el infolio, y continuó ejemplificando, él solo, el uso superlativo del formante super-, hasta que, en 1992, se añade otra formación moderna: superelegante. Era la consagración oficial de su pujanza.
Y es que, si no Malherbe, había venido tío Sam, con su afición y falta de respeto al latín, y super-, pegado con el mayor desparpajo a nombres y adjetivos, le llovía a Europa desde los alrededores de 1940. Servía de arranque a una enorme cantidad de vocablos, a los que aportaba la idea de que la sustancia o cualidad con que aparecía desposado excedían mucho de lo normal (el superhombre nietzscheano había sido muy jaleado), de que eran «muy grandes», o de que poseían magnitudes no comunes (superpetrolero, superpotencia, supercombustible, superbombardero, supersónico, superconductor, supersíntesis...).
Y así, super- se convirtió en arma imprescindible de la publicidad oral y escrita, que hacía de una película una superproducción, de un gran mercado un supermercado (luego, un súper), de un equipo un supercampeón, de un espía de celuloide un superagente, de una gasolina con más octanos un supercarburante (más tarde, la súper); y proponía a la avidez general estufas supercatalíticas, cremas superhidratantes, compresas superabsorbentes, desodorantes superleales y gomas supersensitivas, mientras surgían abruptamente superpolicías, superjueces, superministros y superministras, superlíderes: pocos adminículos enfatizadores han mostrado mayor potencia genésica. Con más renuencia y parsimonia, el prolífico constituyente va apareciendo en textos literarios: superintelectual (Pemán, 1970), superlleno (Sábato, 1974), superadulto (Onetti, 1979), superedípico (García Hortelano, 1984), y ya con impetuoso vigor, mil más.
Pero a lo que estamos, y que es la apropiación insaciable de super- por los hispanos, a remolque del inglés como por los franceses o italianos, y que permite eludir otras maneras más refinadas de expresar la elación o exaltación de cualidades. El analfabetismo más fanático se ha adueñado entre nosotros de ese truco exagerador para calificar y para liberar buena parte de la sobreexcitación nerviosa que, en esta época, aqueja a toda la zoología bípeda, necesitada de expresarlo todo en su ápice vibrante. Quizá, algún chavalillo/a, en la actual nueva edad oscura, esté diciendo ya, a lo san Fulgencio, que su pareja (¿y parejo?) es supercalidísima/o.
Pero, al lado de super-, acechan hiper- y mega-. Pregunto a mi nieta Anaocho años—, qué prefiere, si decir que la película Pocahontas es superbonita o que es hiperbonita. Resuelve sin dudarlo: hiperbonita; y explica el porqué; «Es más chulo». Su hermanoseis añosasiente: «Chola más». «Querrás decir que mola»: «No: digo que chola». Otro nieto, su primo, ocho años, ratifica: «, chola». He ahí el porvenir.
El nuevo dardo en la palabra
Fernando Lázaro Carreter

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