martes, 31 de julio de 2012

Infierno en los Balcanes. Gervasio Sánchez

Lo peor de las guerras son las mentiras de los despachos. Los diplomáticos, que son burócratas sin fronteras con salarios escandalosos, expiden órdenes de alto el fuego para salvar sus puestos exquisitamente remunerados. Suelen coincidir con el incremento de los combates y la multiplicación de los muertos.
                           Adolescente croata en el frente de batalla. Fotografía de Gervasio Sánchez


En la guerra de Croacia, como posteriormente ocurriría en la de Bosnia- Herzegovina o Kosovo, la crónica de las treguas anunciadas daría para varios libros. Cada vez que se hablaba de altos el fuego lo mejor era esconderse en un buen bunker porque los bombardeos se iban a intensificar. Como ahora en Siria y hace un año en Libia.
A los diez días de llegar a Croacia me topé con mi primera tregua balcánica. Años después ni siquiera gastaría un minuto de mi tiempo en hablar de ellas. Pero como todavía no tenía la perspectiva que da la experiencia intentaba saber de primera mano si la tregua se estaba respetando.
Cuando leo aquellas viejas crónicas me encuentro con la misma coincidencia aunque estemos analizando textos con tres o cuatro años de diferencia: el alto el fuego, anunciado a bombo y platillo por las cancillerías europeas, siempre compite con los bombardeos más salvajes.
Aquel primer alto el fuego de septiembre de 1991 coincidió con un aumento considerable de la tensión en Bosnia. Nadie, en sus cabales, pensaba entonces que la guerra iba a afectar a la república más multiétnica de la antigua Yugoslavia. Unos meses más tarde asistí en Sarajevo a la última salida organizada de refugiados.
En la cola de un autobús me encontré con una mujer que lloraba sin parar. Me contó su historia telegráficamente: “Soy croata, vivía en Vukovar, conseguí salvar mi vida al atravesar las líneas. Decidí venirme a Sarajevo porque creía que la guerra jamás llegaría a esta ciudad. Sentía que la capital bosnia era un lugar neutral y seguro. Y ahora me voy a mi segundo exilio”.
Una mañana decidí acercarme a los escenarios más violentos. Como no tenía coche hice autostop. A la salida de Osijek levanté el dedo y a los pocos minutos ya viajaba como acompañante de un campesino que regresaba solo a su casa a salvar lo que todavía quedase en pie. Utilicé este remedio para pobres (viajar a dedo en la guerra) varias veces y siempre encontré historias extraordinarias.
Otro día se paró un hombre que conducía un destartalado wolsvagen adquirido a bajo precio en el mercado de segunda mano. Al subir al coche me di cuenta de que estaba bebido. Llevaba una botella de rakia medio vacía que me ofreció a los pocos minutos de conocernos. Venía de Vukovar de enterrar a su hijo. La ropa ensangrentada y sus pertenencias iban esparcidas en la parte de atrás.
Aquel hombre abatido no deseaba llegar a su casa. “¿Cómo le cuento a mi mujer que su único hijo ya no existe?”, me preguntó entre lágrimas. No supe contestarle. Me pareció que cualquier respuesta que le diese estaría embadurnada de retórica.
Otro de los días del alto el fuego viajaba a Vinkovci cuando una patrulla militar nos cerró el paso en un puesto de vigilancia. “No se puede pasar. Nos han avisado que dos Mig 21 se dirigen a la ciudad para bombardearla”, comentó uno de los soldados. A los pocos minutos los cazas empezaron a hacer sus pasadas a muy baja altura. Las detonaciones de aquellas bombas de 250 kilos se podían escuchar desde kilómetros.
En un mercedes de última generación lanzado a 180 kilómetros por hora llegué minutos después de que los aviones iniciasen el regreso a sus bases. Entré en la ciudad cuando los equipos de rescate salían de sus madrigueras. Varios edificios ardían y decenas de cadáveres estaban despanzurrados en las calles. La sirena había sonado demasiado tarde.
La dueña de una casa destrozada me permitió llamar a Heraldo de Aragón. En aquellos tiempos no había teléfonos satélites ni funcionaban los móviles. “Guardarme espacio. Estoy en Vinkovci y esto es el infierno”, le comenté a la persona que me cogió el teléfono en la sección internacional. “Las agencias hablan de un alto el fuego”, me respondió. “Pues aquí hay cadáveres por todas partes”.
En Heraldo de Aragón siempre tuvieron en cuenta mi opinión y jamás me contradijeron. Tengo compañeros que tenían que discutir con sus redactores jefes hasta lo más evidente. “Es que la CNN dice…, es que Reuters dice…., es que…”, frases hechas que suelen sonar a su chino cuando se está en el lugar de los hechos.
A veces parecía que sólo les interesaban los refritos de agencias y así conseguir que la historia se pareciera a la de la competencia. Se podría escribir un gran relato de estupendas crónicas perdidas por culpa de la cobardía de algunos de estos jefecillos.
Mi último reportaje lo escribí el domingo 6 de octubre de 1991. Se tituló “La tragedia cotidiana”. Era muy gráfico y analítico. Escribía para los lectores pero también para mí. Quería entender que estaba pasando en la trastienda europea. Había pasado tres semanas intensas en Croacia y sentía que aquella guerra era ininteligible.
Muchos combatientes luchaban por la fusión entre estado, territorio y etnia sin preocuparse de las consecuencias. La historia de los Balcanes era multiétnica desde hacía seis siglos. Buscar lo contrario precipitaría un baño de sangre. Encontré demasiados energúmenos parafascistas dispuestos a matar por pura diversión. El control militar croata estaba subordinado a los grupos ustachas, auténticos nazis cuyo sueño real era expulsar a la minoría serbia de Croacia. El propio gobierno de Franjo Tudjman estaba regado por este tufo fascista.
Si eso ocurría en el lado croata, el eslabón débil y simpático en aquellos primeros meses del conflicto, qué estaría pasando en el lado serbio, patentado por lo que quedaba del ejército federal yugoslavo. Las fotografías mostraban a los chetniks, ultranacionalistas y monárquicos, vestidos con uniformes decadentes que retrotraían a la Segunda Guerra Mundial. Estos fascistas serbios habían colaborado con los nazis y habían matado a miles de civiles.
El día de mi regreso a casa tuve que viajar desde Zagreb a la ciudad austriaca fronteriza de Klagenfurt para coger el avión ya que el espacio croata estaba cerrado para vuelos comerciales. Había vivido bombardeos muy salvajes en Vukovar, Vinkovci, Osijek, Karlovac y no había sufrido un solo rasguño. Había escrito para Heraldo de Aragón muchas crónicas y reportajes y había colaborado con otros medios madrileños. Había gastado poco durmiendo en refugios y haciendo autostop. Pero sentía nauseas por todo aquello. Decidí que nunca regresaría a los Balcanes. La promesa no se rompió hasta siete meses después.

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