viernes, 7 de septiembre de 2012

Alberto Rojas: Retratar la vida o la muerte

Nadie te previene contra esto. Vas en el Land Cruiser, aire acondicionado, bien desayunado, con tu cámara preparada, tarjeta, micrófono para el vídeo. Haciendo bromas con el conductor y la jefa de este proyecto de Save the Children. Protegido, aún dentro de tu burbuja algodonosa. Ves el Sahel ocre, los baobabs, hombres y mujeres solitarios, camino a ninguna parte. Como una película a través del cristal. Hora y media después el coche se detiene en una mísera aldea. Entras en el dispensario, ya con la camiseta pegada al cuerpo del sudor, y entonces lo ves: ahí están en sus camas, casi sin moverse, decenas de niños que ya no son niños porque sólo tienen piel y hueso. El médico responsable del lugar te habla, escuchas también, como si fueran las aspas de un helicóptero, los ventiladores del techo moviendo el aire que arde. Pero en realidad ni oyes nada ni ves nada, porque has quedado golpeado por una imagen que has visto miles de veces en fotos y en la pantalla de televisión y creías que no te dolería ver sin filtros. Y no es que te duela, no es eso, es que la imagen te está dejando, en esos momentos, una cicatriz profunda. Y entonces caes en la cuenta de que, cuando vuelvas a tu realidad gracias al billete de vuelta, una parte de ti ya nunca se irá de ese lugar. Ya estás marcado y algo dentro de ti ha cambiado. Has visto niños morir de hambre, la más humillante de las muertes. Podrás montarte luego, a tu vuelta, el rollo que quieras, decir que te sientes bien, que aquello no te afectó, que te hizo mejor persona o te convirtió en un cínico, pero lo que pasó no entiende de circos y de ficciones. Pasó.
Pensaba esto mismo viendo las fotos que tomé aquel día, hace ya algunos meses, en Zinder, sur de Níger, durante la alerta alimentaria que aún persiste. Sobre el terreno coincidí con un fotoperiodista inglés, Jonathan Hyams, veterano de África, un buen tipo. Yo elegí para ilustrar aquel desastre humano una niña llamada Zakia que acababa de llegar atada a la espalda de su madre. No puso ningún problema en contarme su historia. Zakia ya estuvo a punto de morir otras dos veces y eso me sirvió para titular un relato sobre la resistencia. El brazalete indicó que sufría desnutrición severa. Mientras, Jonathan entraba al hospital para fotografiar a otros niños. Y se encontró con Issia. En una cama, Issia era un niño que luchaba por sobrevivir desnutrido y deshidratado, con su piel reseca que se caía con la pintura de un muro de cal. No tardó en morir. Mientras que Zakia comía su primer sobre de crema de cacahuete, que a la larga ha significado su recuperación, las enfermeras tapaban a Issia con la tela más lujosa que jamás llevó en vida y que le valió de mortaja. En aquel lugar, vida y muerte dialogaban a pocos metros de distancia. Jonathan todavía tuvo fuerzas para acompañar a la madre y a su hermana mayor, ya con Issia enterrado, camino de su aldea, cargando con una tristeza infinita.
Por la noche pillamos unas cervezas y hablamos de lo jodido que está el periodismo con la gente de la ONG, que hacen una trabajo impagable. Y de fútbol, y de las relaciones a distancia. Al día siguiente, avioneta y vuelta a casa.
Días después Jonny publicó su reportaje en el Telegraph inglés con el título Lossing Issia. Yo hice lo propio en El Mundo con Las tres muertes de Zakia. Curioso: él me dijo que sus fotos eran demasiado tristes, que no reflejaban del todo la realidad del lugar. “Es cosa de los diarios ingleses, que siempre te piden lo más fuerte”. Yo opino lo mismo de las mías, que la cosa puede que me quedara demasiado alegre, que tampoco refleja, ni podrá reflejar nunca, lo que yo sentí en aquel hospital del demonio en el que fui a cubrir una historia y la historia me cubrió a mí.
Publicado por Alberto Rojas el 23 de agosto de 2012.

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