" Era una promesa sobre la cual podía ir construyendo algo e hizo que siguiera yendo al archivo. En mis días libres y con Kay en su trabajo, no tenía nada que hacer, así que lo leí una y otra vez. Faltaban las carpetas de la R, la S y la T, lo cual suponía una molestia pero, aparte de eso, era la perfección misma. Mi mujer real de ahora había hecho retroceder a Betty Short más allá de una Línea Maginot al terreno de la curiosidad profesional, así yo leía, pensaba y hacía hipótesis con la meta de convertirme en un buen detective..., el camino en el cual me hallaba hasta que hice funcionar esa alarma. Algunas veces, tenía la sensación de que en esos hechos había conexiones que rogaban ser establecidas; otras veces, me maldecía a mí mismo por no tener un diez por ciento más de sustancia gris; en ocasiones los papeles sólo, me hacían pensar en Lee.
Seguí con la mujer a la cual él había salvado de una pesadilla. Kay y yo jugábamos a las casitas tres o cuatro veces a la semana, siempre tarde, dado el turno que yo tenía ahora. Hacíamos el amor a nuestra tierna manera particular y hablábamos esquivando los acontecimientos desagradables de los últimos meses. Aunque me mostrara amable y bondadoso, por dentro seguía hirviendo con el ansia de que se produjera una conclusión exterior a mí..., que Lee volviera, que el asesino de la Dalia estuviera sobre una bandeja, otras sesión de Flecha Roja con Madeleine o Ellis Loew y Fritzie Vogel clavados en una cruz.
Lo que siempre llegaba con eso era ver de nuevo en una fea ampliación mi imagen que golpeaba a Cecil Durkin, seguida por la pregunta: «¿Hasta dónde habrías llegado esa noche?».
Durante mis rondas, esa pregunta me acosaba con más fuerza que nunca. Hacía la Cinco Este, desde Main a Stanford, la peor zona. Bancos de sangre, licorerías que sólo vendían medias pintas y minibocadillos, hoteles de cincuenta centavos la noche y misiones medio en ruinas.
Allí la regla escrita era que los agentes de a pie no se andaban nunca con bromas. Las pesadillas de borrachos eran dispersadas a golpes de porra; los tipos que intentaban ser cogidos en la lista de algún negrero cuando se ponían demasiado pesados y no había trabajo eran echados a empujones.
Recogías borrachos y gente que vivía rebuscando en la basura, para cumplir con la cuota, sin hacer ninguna discriminación, y les dabas una paliza si intentaban escaparse del furgón. Era un trabajo horrible y asqueroso y los únicos agentes buenos en él eran los tipos trasladados de Oklahoma a los que se cogió en el Departamento durante la falta de hombres producida por la guerra. Yo patrullaba pero no me lo tomaba demasiado en serio: rozaba a los tipos con mi porra, sin apretar; les daba calderilla a los borrachos para sacarlos de la calle y meterlos en las tabernas donde no me vería obligado a lidiar con ellos y obtenía cuotas bajas en mis recogidas. Conseguí la reputación de «el blando» de la Central; Johnny Vogel me pilló en dos ocasiones en que le daba calderilla a un borracho y se rió a carcajadas. Después de mi primer mes vestido de uniforme, el teniente Jastrow me puso una D, lo más bajo posible, en su apreciación de mi capacidad: uno de los chupatintas me contó que citaba mi «Renuencia a emplear la fuerza necesaria con los delincuentes recalcitrantes». A Kay le hizo mucha gracia eso pero yo imaginé una montaña de papeles con malos informes tan alta que ni toda la influencia de Russ Millard sería capaz de hacerme volver a mi trabajo.
Así pues, me hallaba en el mismo sitio que antes del combate y la votación sobre los fondos, sólo que un poco más al este y andando a pie. Durante mi ascensión a la Criminal, los rumores hicieron furor; ahora, las especulaciones se centraban en mi caída. "
La dalia negra
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