Vuelta al colegio. Vuelta a ver a mis compañeros de trabajo, a un
buen ambiente laboral y, dentro de nada, vuelta a ver a nuestros
queridos adolescentes, más para ayudarlos a ellos (y a sus familias) que
para combatirlos. No es tan fiero el león como lo pintan, sobre todo si
hay verdadero interés por nuestra parte. Jóvenes: tan llenos de vida
que se me encoge el corazón cuando veo a alguno malgastarla sin provecho
frente a las nuevas tecnologías, sea o no mi alumno; tan llenos de
posibilidades que algunos adultos darían una fortuna por regresar a un
punto donde extraviaron alguna página de su vida. Hoy soy yo el profesor
y, aunque supere por poco la treintena y no haga tanto que era uno de
ellos, siento una punzada en la cabeza cuando explico un tema nuevo y
algún alumno pregunta con seriedad: «¿Esto para qué sirve?». Realmente,
no le faltan motivos para hacerlo: casi seguro que obtendría más
provecho económico si cultivase sus músculos con ciclos incluidos y los
exhibiese por nuestras televisiones; o en el caso de ellas, que se
recauchutasen enteras, salieran con cualquier famosete y se desnudasen
después en revistas; o que medrasen todos en la casta de cualquier
partido político. ¿Para qué sirve esto que estoy dando? Un poco más
lejos: ¿para qué sirve el colegio, además del papel que se entrega al
final? Me hago esta pregunta mientras cruzo una mirada con el profesor
de Historia y pienso «¿cuándo ha habido educación universal en España?».
Sonrío al pensar que sólo a partir de 1986 ha estado vigente el único
instrumento que, aprovechado, garantiza un futuro y una ascensión social
del individuo. Demasiado valioso como para que no lo aprovechemos,
sobre todo si se trata del futuro y de la vida de nuestros hijos. Sin
embargo, despreciado hoy en día. Por cierto, ¿cuánto tiempo hemos
disfrutado de la libertad que ofrece la democracia? Muy poco, por
desgracia, del sistema que garantiza igualdad y ley para todos. ¿No
deberíamos respetarla un poco más y no atropellarla –como se ve a
diario–, por la cuenta que nos trae? Giro la cabeza hacia el profesor de
Filosofía, que me hace recordar la «culpable minoría de edad» de la que
hablaba Kant a finales del siglo XVIII, receta aplicable por desgracia
en la España del siglo XXI. ¿No sería justo que los adultos nos
pidiésemos a nosotros mismos lo que les pedimos a los alumnos? La mejor
educación es la ejemplaridad, así que podríamos aplicarnos lo de culpar
siempre al otro, ya sea el vecino, la mala suerte, el Gobierno... Cuando
en realidad deberíamos mirarnos al espejo muchas veces y asumir
responsabilidades. Así nosotros, los de a pie, como nuestros
representantes en el Congreso, tantas veces ladrando «y tú más, y tú
más», que ya resulta difícil saber si España cabalga o si nos hemos
quedado en esa etapa infantil y victimista.
¿No nos iría mejor como individuos y como sociedad si aprovechásemos
estas y otras enseñanzas para labrarnos un futuro con mayúsculas? No
hablaré de mi asignatura, pero luego dirán que en el colegio no se
aprende nada. Algunos políticos y famosetes podrían visitarnos. Me
ofrezco a darles gratis las clases de Lengua y Literatura que tantas
veces demuestran que necesitan.
Publicado en La Nueva España, 18 de septiembre de 2013
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