Un casi primo, compañero de escuela y amigo de la infancia, el profesor Juan Muñoz Madrid, me invitó a dar una charla en la universidad de Murcia. Juan es catedrático de Física. Llevábamos más de veinte años sin vernos. Pero allí estaba, a la salida del tren, con su cara inconfundible, idéntica a la que tenía cuando era un niño y le llamábamos de apodo “cartero”, porque su padre lo era. Me pidió que viniera a hablar de las relaciones entre las ciencias y las humanidades, en un encuentro sobre Física. Yo estaba felizmente retirado de actividades públicas desde la sobredosis asturiana, pero me apetecía ver a Juan y darle un abrazo. Ha sido ir y volver, pero ha valido la pena. Hemos charlado de ciencias y letras, nos hemos acordado de nuestra escuela y nuestro instituto San Juan de la Cruz, que fue tan decisivo para tantas personas de nuestra generación. Desde allí, con becas, con mucho esfuerzo, nos fue posible dar el salto hacia porvenires que habían sido rigurosamente inaccesibles para nuestros padres.
Y precisamente hoy leemos en el periódico que en España la palanca de ascenso social de la educación se ha detenido. Una vez más, los hijos de los privilegiados están destinados al privilegio, y los pobres a seguir siendo pobres. Da una tristeza inmensa. Cuántas vocaciones se estarán perdiendo o frustrando, cuántas capacidades no llegarán a revelarse nunca. Me despido de Juan y de su mujer, Marta, en el vestíbulo de la estación, hace una media hora. Ella es también profesora de Física. Hago el recuento de nuestros orígenes: un hijo de hortelano, una hija de confitero en Getafe, un hijo de cartero. Sin una enseñanza rigurosa, sin un compromiso público verdadero, sin padres que asuman con entusiasmo y exigencia la educación de sus hijos, sin una política justa de becas, no hay posibilidad de justicia.
Mientras tanto, seguimos con la murga de las identidades.
Antonio Muñoz Molina.
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