martes, 24 de marzo de 2015

La ciudad de los muertos perdidos

Nueve cipreses. Nueve custodios verdes, velan muy cerca de la estación de Atocha, entre las calles de Áncora y Méndez Álvaro, pero no tienen cuerpos a los que atender. Son el último vestigio del desaparecido cementerio donde fue enterrado Calderón de la Barca, el camposanto de San Nicolás. En la cercana parroquia de San Sebastián tampoco queda rastro de los nichos. “Aquí fue sepultado Lope de Vega. Gran poeta y padre del teatro hispano”, reza una inscripción en la entrada de esta basílica. Y no miente. Allí se enterró al genial dramaturgo del Siglo de Oro. Pero nadie sabe dónde están sus huesos. Ni los de Calderón, ni los de Quevedo, ni los de Velázquez, ni los de Juan de Herrera… En Madrid, los muertos se pierden.
“En España hemos perdido a todos los muertos ilustres del Siglo de Oro”, explica Nieves Concostrina, periodista especializada en el Tánatos. “Pero el problema no ha sido de Madrid o de España, sino de la Iglesia”, continúa. Durante varios siglos, la gestión de la muerte fue patrimonio de esta institución, que se encargaba de dar sepultura y cuidar tanto del alma del difunto como de sus restos mortales. “Cobraban por enterrarte en sus cementerios”, dice Concostrina. “Y como su única intención era recaudar, cuando las criptas se llenaban, desahuciaban los cuerpos que había sin ningún tipo de miramiento ni cuidado. Daba igual que fuera un literato, un filósofo o un arquitecto, se movía todo para alojar al nuevo pagador”, agrega. Debido a esa “desenfrenada venta de sepulturas”, hace tiempo que en la ciudad se perdió el rastro de algunos de los cuerpos más ilustres de España.
Ese desinterés por las osamentas se evidenció, de manera preocupante, en 1837. Ese año se propuso la creación del Panteón de los Hombres Ilustres, en el antiguo terreno que ocupaba la iglesia de San Francisco El Grande. Tras la desamortización de Mendizábal, el espacio debía pasar de propiedad sacra a gestión civil y se propuso cambiar el culto a Dios por un tributo a los cuerpos que albergaron las mejores mentes del país. Para ello, se iban a trasladar exquisitos cadáveres al mausoleo. No encontraron ninguno. “Fueron a buscar a Lope, pero no estaba porque le echaron del nicho para enterrar a la hermana del vicario de Madrid”, cuenta Concostrina. “La gestión que la Iglesia ha hecho de la muerte ha sido totalmente vergonzosa”.
Libro de visitas del convento del Santo Cristo del Olivar, de los Dominicos, donde escribió Cervantes. / CARLOS ROSILLO
Aunque a partir del siglo XVIII Carlos III prohibió realizar entierros en el interior de las parroquias, muchas de ellas erigieron pequeños cementerios aledaños a sus terrenos. A medida que la piel de la capital cambiaba, bien la destrucción de inmuebles por los incendios o bien por la recalificación de las tierras, estas sepulturas desaparecían bajo los nuevos cimientos. En el mejor de los casos eran trasladadas, pero en la mudanza, muchas osamentas también desaparecían. “Yacen ignorados en algún rincón o sótano de la Casa Consistorial”, escribía Mesonero Romanos en referencia al paradero de los huesos del navegante Jorge Juan en su libro El antiguo Madrid, de 1861.
A pesar de la falta de grandes nombres de la cultura, el Panteón de los Hombres Ilustres se inauguró junto a la basílica de Atocha. El conjunto, con esculturas de Benlliure, se llenó de políticos: Prim, Sagasta, Cánovas del Castillo… “No tiene nada que ver con otros panteones del resto de Europa”, apunta Nacho Vleming, historiador del arte, “en este solo hay políticos, nadie relacionado de verdad con la cultura”. Este monumento, a cargo de Patrimonio Nacional, es el que menos visitas recibe de todos los lugares que gestiona la institución. A pesar de esa aparente falta de interés, otras sepulturas, como la de Lope, Calderón o Cervantes, aun sin cuerpo presente, llaman la atención del público.
“La voluntad de don Miguel de Cervantes no fue irse a otro sitio, quiso quedarse aquí y aquí tendrá que estar”, dijo hace unos días Amanda de Jesús, madre superiora del convento de las Trinitarias Descalzas. La última semana este centro espiritual parece un salón de eventos. Una tumba con las iniciales M. C. y un fémur han revolucionado la vida de las monjas. Al parecer, los restos son de Cervantes (o no). A pesar de esa incógnita, desde hace años una placa anuncia en la puerta del convento que allí fue enterrado el insigne escritor. No había prueba científica de que allí seguía. Ahora tampoco. “Todo este lío es porque las religiosas perdieron a Cervantes. El cuerpo del escritor no se ha volatilizado solo”, denuncia Concostrina. “En un momento dado le arrumbaron con una decena de personas más y le perdieron el rastro”.
Placa de la iglesia de San Sebastián, en la calle de Atocha, donde supuestamente se encuentran los restos de Lope de Vega. / CARLOS ROSILLO
El turismo necrológico, de cementerios o de tumbas de personajes interesantes, es rentable. “Visitar la tumba de Shakespeare o la de Eva Perón deja dinero. Los muertos ilustres son un atractivo para la ciudad”, cuenta Clara Reina, licenciada en turismo. “Mientras Europa lleva tiempo valorando la muerte en sus aspectos culturales o artísticos, en España siempre ha habido una aproximación emocional y tamizada por la religión”, opina. En España, la muerte se celebra el Día de Todos los Santos y el contiguo Día de los Difuntos. El resto del año, los muertos se dejan en paz.
“Somos unos paletos; unos catetos”, se queja Concostrina, que colabora desde hace años en la cuidada revista Adiós, que se distribuye en tanatorios y funerales. Cementerios como el de La Recoleta, en Buenos Aires, con los restos de Evita; el de Dorotheenstadt, en Berlín, donde yacen Brecht o los hermanos Grimm, o el de Père-Lachaise, en París, con la visitadísima tumba de Jim Morrison, ofrecen paseos guiados, con paradas en sus sepulturas más prestigiosas. En Madrid es complicado encontrar un guía que descubra los secretos de La Almudena. En la necrópolis del este, uno de los cementerios más grandes de Europa, reposan Baroja, Galdós, Arturo Soria, los nobeles Aleixandre y Ramón y Cajal o la folclórica Lola Flores, junto a su hijo. Pocos turistas los visitan.
“Ahora que busquen a Lope de Vega”, espeta Concostrina. O a Claudio Coello, o a Velázquez, o a Fray Bartolomé de las Casas, o a Quevedo, o a Calderón. Será por muertos perdidos. Mientras tanto, cipreses anónimos, custodios del Hades, sorprenden de vez en cuando en alguna esquina de la ciudad. Marcaban las tumbas. Alguna de ellas, quizá, pertenecía a algún hombre, o mujer, ilustre.
Pablo León. El País. 

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