sábado, 23 de abril de 2016

Día del libro

 Arturo Pérez-Reverte

La Reina del Sur.



Cuando iba a salir al porche oyó cantar los gallos en los patios de las casas de Palmones, y de pronto sintió frío. Desde Melilla, el canto de los gallos se asociaba en su recuerdo con las palabras amanecer y soledad. Una franja de claridad se destacaba por levante, silueteando las torres y las chimeneas de la refinería, y en aquella parte el paisaje pasaba del negro al gris, transmitiendo el mismo color al agua de la orilla. Pronto habrá más luz, se dijo. Y el gris de mis sucios amaneceres se iluminará primero con tonos dorados y rojizos, y luego el sol y el azul empezarán a derramarse por la playa y la bahía, y yo estaré de nuevo a salvo hasta la próxima hora del alba. Andaba en esos pensamientos cuando vio a Santiago levantar la cabeza hacia el cielo que clareaba, como un perro de caza que husmease el aire, y quedarse así absorto, suspendido el trabajo, un buen rato. Luego se puso en pie, estirando los brazos para desperezarse, apagó la luz del flexo y se quitó el pantalón corto, tensó una vez más los músculos de los hombros y los brazos como si fuese a abarcar la bahía, y anduvo hasta la orilla, metiéndose en el agua que la brisa alta apenas rozaba; un agua tan quieta que los aros concéntricos que se generaban al entrar en ella podían percibirse hasta muy lejos en la superficie oscura. Se dejó caer de frente y chapoteó despacio, hasta el límite donde hacía pie, antes de volverse y ver a Teresa, que había cruzado el porche quitándose la camiseta y entraba en el mar porque sentía mucho mas frío allá atrás, sola en la casa y en la arena que el amanecer agrisaba. Y de esa forma se encontraron con el agua por el pecho, y la piel desnuda y erizada de ella se entibió al contacto con la del hombre; y cuando sintió su miembro endurecido apretar primero contra sus muslos y después contra su vientre abrió las piernas aprisionándolo entre ellas mientras besaba su boca y su lengua con sabor a sal, y se sostuvo medio ingrávida alrededor de sus caderas mientras él se le metía bien adentro y se vaciaba lenta y largamente, sin prisas, al tiempo que Teresa le acariciaba el pelo mojado, y la bahía se aclaraba alrededor de los dos, y las casas encaladas de la orilla se iban dorando con la luz naciente, y unas gaviotas volaban por encima en círculos, entre graznidos, yendo y viniendo de las marismas. Y entonces pensó que la vida era a veces tan hermosa que no se parecía a la vida.

El pintor de batallas 


Los hombres, señor Faulques, somos animales carniceros. Nuestra inventiva para crear horror no tiene límites. Usted tiene que saberlo. Toda una vida fotografiando maldades enseña algo, supongo.

Por muy intenso que sea, hay un momento en que el dolor deja de actuar en nosotros.

Los hombres antiguos miraban el mismo paisaje durante toda su vida, o mucho tiempo. Hasta el viajero lo hacía, pues todo camino era largo. Eso obligaba a pensar sobre el camino mismo. Ahora, sin embargo, todo es rápido. Autopistas, trenes...Hasta la televisión nos muestra varios paisajes en pocos segundos. No hay tiempo para reflexionar sobre nada.
Hay quien llama a eso incertidumbre del territorio.
También, comprobó Faulques, era una mujer que no pasaba inadvertida aunque se empeñara en ello: los hombres le cedían el paso en las puertas o le abrían las portezuelas de los automóviles, los camareros acudían con sólo mirarlos, los maïtres de los restaurantes le reservaban la mejor mesa disponible y los gerentes de hotel la habitación con las más espléndidas vistas. Ella correspondía a todo con aquella peculiar sonrisa suya, irónica y afectuosa al mismo tiempo, con el humor vivo y culto de sus observaciones, con la facultad inagotable de ponerse, sin abdicar de nada, a la altura de cualquier interlocutor. Hasta las propinas en restaurantes y hoteles las deslizaba como quien comparte una broma en voz baja. Y cuando reía a carcajadas -lo hacía como un muchacho travieso y cómplice- cualquier hombre se habría dejado matar por ella o por su risa. Era muy buena para todo eso. Las personas educadas, decía, seducimos a los demás con algo muy simple: hablamos siempre de aquello que les interesa.

Poseía la seguridad perfecta que sólo ciertas mujeres tienen cuando el mundo es su excitante campo de batalla, y los hombres un complemento útil.

Él supo de golpe, con la precisión fugaz de una fotografía percibida en un instante, que ella era lo único que no podría olvidar nunca.

La comprensión, incluso el esfuerzo por comprender, nos salva.
Aunque no lo parezca, hay orden en el caos.

Las flores siguen creciendo impasibles y seguras de sí, dijo ella una vez. Los frágiles somos nosotros.
Era capaz de convencer sin palabras a cualquiera, con sólo una de sus elegantes sonrisas.
Cerraba algunas puertas, pero abría otras con su talento especial para despertar el instinto de protección, la admiración y la vanidad de los hombres.

De ese modo supo que no envejecerían juntos, y que ella viajaría hasta otros lugares y otros brazos. El hombre, recordaba haberle oído decir alguna vez, cree ser el amante de una mujer, cuando en realidad sólo es su testigo. Aritmós kinesios. Entonces Faulques tuvo miedo de regresar a la soledad que acechaba en las palabras antes y después, pero tuvo más miedo de que ella sobreviviera a esa última guerra.

En los últimos días la había sorprendido varias veces mirándolo de aquel modo, a hurtadillas primero, francamente después, cual si pretendiera grabarse en la memoria cuanto a él se refería, todas las imágenes de aquella etapa de una largo y extraño viaje que se hallara a punto de terminar. Un viaje del que ella tuviese el pasaje de vuelta en el bolsillo. Faulques caminaba con una sensación de tristeza y de frío infinitos.

El Tango de la Guardia Vieja


"Me proponía robarte el collar -dice tras un silencio-.Sólo eso. Seducirte por tercera vez, de algún modo. Llevármelo como la noche que volvimos de La Boca.
Mecha se queda callada un momento.
-Ese collar ya no vale lo que cuando nos conocimos -dice al fin-. Dudo que ahora obtuvieras por él ni
la mitad.
-No se trata de eso. De que valga más o menos.
Era una forma de... Bueno. No sé. Una forma.
-¿De sentirte joven y triunfador?
Niega él con la cabeza, en la oscuridad.
-De decirte que no he olvidado. Que no olvidé. "

Javier Marías 


Tu rostro mañana

No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido. Contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un vínculo y otorgar confianza, y rara es la confianza que antes o después no se traiciona, raro el vínculo que no se enreda o anuda, y así acaba apretando y hay que tirar de navaja o filo para cortarlo. ¿Cuántas de las mías permanecen intactas, de las muchas confianzas brindadas por quien tanto ha creído en su instinto y no siempre le hizo caso y ha sido ingenuo demasiado tiempo? (Ya menos, ya menos, pero la disminución de eso es muy lenta.) Siguen intactas las que deposité en dos amigos que aún las conservan, frente a las puestas en otros diez que las perdieron o desbarataron; la escasa que di a mi padre y la pudorosa que di a mi madre, muy parecidas si no fueron la misma, la de ella además no duró mucho, ya no puede defraudarla o sólo póstumamente, si hiciera yo un día algún mal descubrimiento, y dejara de ocultarse algo oculto; no perdura la de mi hermana, ni la de ninguna novia ni ninguna amante ni ninguna esposa pasada, presente o imaginaria (suele ser la hermana la primera esposa, la esposa niña), parece obligado que en esas relaciones se acabe utilizando lo que se sabe o se ha visto en contra del amado o cónyuge -o de quien resultó ser sólo momentáneo calor y carne-, de quien hizo revelaciones y admitió un testigo para sus flaquezas y pesadumbres y se prestó a confidencias, o simplemente rememoró sobre la almohada abstraído en voz alta sin reparar en los riesgos, ni en el ojo arbitrario que siempre nos mira ni el oído selectivo y sesgado que nos escucha (muchas veces no es nada grave, una utilización sólo doméstica, defensiva y acorralada, para cargarse de razón en un apuro dialéctico cuando se discute largo, un uso argumentativo).
La vulneración de la confianza también es eso: no sólo ser indiscreto y ocasionar daño o perdición con ello, no sólo recurrir a esa arma ilícita cuando los vientos cambian y se le pone la proa al que contó y dejó ver -ese que se arrepiente ahora y niega y confunde y enturbia ahora, y quisiera borrar y calla-, sino sacar ventaja del conocimiento obtenido por debilidad o descuido o generosidad del otro, sin respetar ni tener en cuenta la vía por la que llegó a saberse lo que se esgrime o tergiversa ahora -o basta con haberlo enunciado para que ya lo desfigure al recogerlo al aire-: si fueron las confesiones de una noche enamorada o de un desesperado día, de un atardecer de culpa o un despertar desolado, o de la embriagada locuacidad de un insomnio: una noche o un día en que quien hablaba hablaba como si no hubiera futuro más allá de esa noche o día y fuera su lengua suelta a morir con ellos, ignorando que siempre hay más por venir, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño -la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el sueño-, y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento, y sigue añadiendo y hablando, murmurando e indagando y contando aunque ya no oigamos y hayamos callado. Callar, callar, es la gran aspiración que nadie cumple ni aun después de muerto, y yo el que menos, que he contado a menudo y además por escrito en informes, y aún más miro y escucho, aunque casi nunca pregunte ya nada a cambio. No, yo no debería contar ni oír nada, porque nunca estará en mi mano que no se repita y se afee en mi contra, para perderme, o aún peor, que no se repita y se afee en contra de quienes yo bien quiero para condenarlos. 

Los enamoramientos 


“La muerte del que nos hirió o mató en vida —expresión exagerada que ha acabado por ser común— no nos cura del todo ni nos faculta para olvidar.” 


“Cuando alguien está enamorado, o más precisamente cuando lo está una mujer y además es al principio y el enamoramiento todavía posee el atractivo de la revelación, por lo general somos capaces de interesarnos por cualquier asunto que interese o del que nos hable el que amamos. No solamente de fingirlo para agradarle o para conquistarlo o para asentar nuestra frágil plaza, que también, sino de prestar verdadera atención y dejarnos contagiar de veras por lo que quiera que él sienta y transmita, entusiasmo, aversión, simpatía, temor, preocupación o hasta obsesión. No digamos de acompañarlo en sus reflexiones improvisadas, que son las que más atan y arrastran porque asistimos a su nacimiento y las empujamos, y las vemos desperezarse y vacilar y tropezar.” 

“Es ridículo que tras tantos siglos de práctica, y de increíbles avances e inventos, todavía no haya forma de saber cuándo alguien miente; claro que eso nos beneficia y perjudica por igual a todos, quizá sea el único reducto de libertad que nos queda.” 

“Lo malo de las desgracias muy grandes, de las que nos parten en dos y parece que no van a poder soportarse, es que quien las padece cree, o casi exige, que con ellas se acabe el mundo, y sin embargo el mundo no hace caso y prosigue, y además tira de quien padeció la desgracia.” 

“Nada dura lo bastante porque todo se acaba, y una vez acabado resulta que nunca fue bastante, aunque durara cien años.” 

“Cuántas personas que nos parecían vitales se nos quedan en el camino, cuántas se nos agotan y con cuántas se nos diluye el trato sin que haya aparente motivo ni desde luego uno de peso. Las únicas que no nos fallan ni defraudan son las que se nos arrebata, las únicas que no dejamos caer son las que desaparecen contra nuestra voluntad, abruptamente, y así carecen de tiempo para darnos disgustos o decepcionarnos.”

“A ninguno debe ofendernos que alguien se conforme con nosotros, a falta de quien fue mejor"

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