sábado, 26 de febrero de 2011

Otra estupidez juvenil. Félix de Azúa.


Hubo una época, ahora ya incomprensible, en la que los mejores cerebros de mi generación eran maoístas, o sea, seguidores del camarada Mao Tse Tung, lo que da una idea del alto nivel generacional. Eran maoístas Piqué (el millonario), Borja (el que lleva mil trescientos años en el Ayuntamiento de Barcelona), Vila Matas (el gran artista), Hernández (esta era del cine), en fin, muchos... y yo incluido, qué le vamos a hacer.
Nos habían seducido los de la revista parisina Tel Quel, cuya cabeza visible era un mentecato que luego se pasó al marketing de sí mismo con notable éxito, y sobre todo el viejo Jean-Paul Sartre, el maoísta más raro que se ha visto en la faz de la tierra. ¿Por qué era maoísta aquel pequeño burgués de ideas reaccionarias y prácticas perversas? Nadie lo ha explicado aún, ni amigo ni enemigo.

Los maoístas de Barcelona fracasamos con marmórea rotundidad, lo que es una pena porque ahora tendríamos un gobierno dirigido por Ar Tur Mas, faro del orbe, rapado al cero, con uniforme de alzacuello. Los días señalados le veríamos agitar desde lo alto de Montserrat "el llivre cuatribarrat del camarada Mas". Todos los demás nos dedicaríamos a tareas agrícolas, lo que nos ahorraría muchos quebraderos de cabeza.

El caso es que aquella enfermedad juvenil del maoísmo a mi me la curó de la noche a la mañana un libro titulado Les habits neufs du président Mao, o sea, Los nuevos trajes del presidente Mao. Lo había comprado con mucho optimismo porque creí que iba a favor, pero en cuanto comencé a leerlo me percaté de que era la más despiadada, salvaje e inteligente destrucción de alguien a quien a partir de aquella lectura di en ver como un payaso carnicero. En realidad eran dos los payasos, el presidente Mao y yo, el texto no dejaba resquicio a la duda. El autor del panfleto, Simon Leys, era el tipo más inteligente con el que yo me había cruzado aquel año de 1971 y los diez anteriores.

Leys siguió publicando libros agudos, brillantes, dotados de una ironía incisiva y los fui devorando todos. Bueno, todos no, porque Leys en su vida real se llama Pierre Ryckmans y es un sinólogo de prestigio mundial así que, por ejemplo, no he leído sus trabajos sobre los Analecta de Confucio. Aquel mismo año de 1971 se instalaría en Australia para el resto de su vida, y de esto hace cuatro décadas. En la actualidad cuenta casi ochenta años y la admirable editorial Acantilado acaba de traducir uno de sus últimos libros, La felicidad de los pececillos. Parece un libro humilde porque recoge colaboraciones que Leys ha ido publicando en revistas y periódicos, pero es puro ingenio y lo recomiendo como perfecta lectura en el metro.

Les copio un fragmento. En un artículo sobre frases célebres pronunciadas en el instante de la muerte, escribe: "Pero las palabras finales más lamentables son las de Pancho Villa. Cogido por sorpresa en el momento de su ejecución, suplicó a un periodista que se encontraba allí presente: "¡No deje que esto acabe así! ¡Escriba usted que he dicho algo!". Pero el periodista, en lugar de inventar, como era su costumbre, se limitó a referir esta falta de inspiración en toda su crudeza. ¡Como para fiarse de los periodistas!".

Uno imagina a Pancho Villa maldiciendo al periodista y a la madre del periodista, hundiéndose tras cada blasfemia en lo cada vez más profundo del infierno.
Félix de Azúa
Publicado el 9 de febrero de 2011.

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