martes, 25 de diciembre de 2012

Cuento de Navidad. Charles Dickens


Con este fantasmal librito he procurado despertar al espíritu de una idea sin que provocara en
mis lectores malestar consigo mismos, con los otros, con la temporada ni conmigo. Ojalá encante
sus hogares y nadie sienta deseos de verle desaparecer.
Su fiel amigo y servidor,
Diciembre de 1843
CHARLES DICKENS


EL FANTASMA DE MARLEY

"Marley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la menor duda al respecto. El clérigo, el
funcionario, el propietario de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su
enterramiento. También Scrooge había firmado, y la firma de Scrooge, de reconocida solvencia en
el mundo mercantil, tenía valor en cualquier papel donde apareciera. El viejo Morley estaba tan
muerto como el clavo de una puerta.
¡Atención! No pretendo decir que yo sepa lo que hay de especialmente muerto en el clavo de
una puerta. Yo, más bien, me había inclinado a considerar el clavo de un  ataúd  como el más
muerto de todos los artículos de ferretería. Pero en el símil se contiene el buen juicio de nuestros
ancestros, y no serán mis manos impías las que lo alteren. Por consiguiente, permítaseme repetir
enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¿Sabía Scrooge que estaba muetto? Claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él habían
sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea testamentario, su único
administrador, su único asignatario, su único heredero residual, su único amigo y el único que
llevó luto por él. Y ni siquiera Scrooge quedó terriblemente afectado por el luctuoso suceso; siguió
siendo un excelente hombre de negocios el mismísimo día del funeral, que fue solemnizado por él
a precio de ganga.
La mención del funeral de Marley me hace retroceder al punto en que empecé. No cabe duda de
que Marley estaba muerto. Es preciso comprenderlo con toda claridad, pues de otro modo no
habría nada prodigioso en la historia que voy a relatar. Si no estuviésemos completamente
convencidos de que el padre de Hamlet ya había fallecido antes de levantarse el telón, no habría
nada notable en sus paseos nocturnos por las murallas de su propiedad, con viento del Este, como
para causar asombro -en sentido literal- en la mente enfermiza de su hijo; sería como si cualquier
otro caballero de mediana edad saliese irreflexivamente tras la caída de la noche a un lugar
oreado, por ejemplo, el camposanto de Saint Paul.
Scrooge nunca tachó el nombre del viejo Marley. Años después, allí seguía sobre la entrada del
almacén: «Scrooge y Marley». La firma comercial era conocida por «Scrooge y Marley».  Algunas
personas, nuevas en el negocio, algunas veces llamaban a Scrooge, «Scrooge», y otras, «Marley»,
pero él atendía por los dos nombres; le daba lo mismo.
¡Ay, pero qué agarrado era aquel Scrooge! ¡Viejo pecador avariento que extorsionaba,
tergiversaba, usurpaba, rebañaba, apresaba! Duro y agudo como un pedemal al que ningún
eslabón logró jamás sacar una chispa de generosidad; era secreto, reprimido y solitario como una
ostra. La frialdad que tenía dentro había congelado sus viejas facciones y afilaba su nariz
puntiaguda, acartonaba sus mejillas, daba rigidez a su porte; había enrojecido sus ojos, azulado

sus finos labios; esa frialdad se percibía claramente en su voz raspante. Había escarcha canosa en
su cabeza, cejas y tenso mentón. Siempre llevaba consigo su gélida temperatura; él hacía que su
despacho estuviese helado en los días más calurosos del verano, y en Navidad no se deshelaba ni
un grado.
Poco influían en Scrooge el frío y el calor externos. Ninguna fuente de calor podría calenta.rle,
ningún frío invernal escalofriarle. El era más cortante que cualquier viento, más pertinaz que
cualquier nevada, más insensible a las súplicas que la lluvia torrencial. Las inclemencias del
tiempo no podían superarle. Las peores lluvias, nevadas, granizadas y neviscas podrían presumir
de sacarle ventaja en un aspecto: a menudo ellas «se desprendían» con generosidad, cosa que
Scrooge nunca hacía.
Jamás le paraba nadie en la calle para decirle con alegre semblante: «Mi querido Scrooge,
¿cómo está usted? ¿Cuándo vendrá a visitarme?» Ningún mendigo le pedía limosna; ningún niño
le preguntaba la hora; ningún hombre o mujer le había preguntado por una dirección ni una sola
vez en su vida. Hasta los perros de los ciegos parecían conocerle; al verle acercarse, arrastraban
precipitadamente a sus dueños hasta los portales y los patios, y después daban el rabo, como
diciendo: «¡Es mejor no tener ojo que tener el mal de ojo, amo ciego!»
Pero a Scrooge, ¿qué le importaba? Eso era preicsamente lo que le gustaba. Para él era una
«gozada» abrirse camino entre los atestados senderos de la vida advirtiendo a todo sentimiento
de simpatía humana que guardase las distancias"

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