Diálogo en una cafetería de Gijón: «Es que los catalanes... ya les
vale... Yo por mí les daba la independencia y que se fueran a...» Emito
un carraspeo para cortar el comentario y recordar mi catalana presencia.
«No, hombre, Ricardo, ¿cómo voy a estar hablando de ti? No va por ti,
tú eres de los buenos». Miro perplejo a mis amigos, sin saber si ponerme
serio, enfadarme o reírme a carcajadas del comentario. De los buenos,
nada menos. Como sé que hay buena voluntad, no le concedo mayor
importancia.
Al día siguiente, con mis alumnos de 4.º ESO (15-16 años) debo
empezar el tema de las lenguas de España, que se inicia con una lectura
de mi paisano Juan Marsé, escritor catalán en castellano, premio
«Cervantes» y –más importante– vecino del barrio del Guinardó, en el que
viví mis primeros veinticuatro años de vida. Al anunciarlo, veo caras
escépticas entre mis alumnos y miradas serias. Bien, eso quiere decir
que no son ajenos a un tema tan actual, lo cual es positivo. Las caras
escépticas se tornan en sorpresa cuando su profesor pronuncia alguna de
las palabras catalanas del texto: no se esperaban tener en clase un
souvenir de la tierra, un genuino producto catalán sin etiquetar. Me
encuentro con una avalancha de preguntas, la mayoría sobre temas
políticos (que no respondo) y les pongo varios vídeos sobre monumentos y
lugares típicos de las comunidades bilingües. Estoy convencido de que a
mayor conocimiento, menor odio; mientras, pienso con tristeza en el
desprecio con que es tratado el resto de España por el Gobierno catalán y
sus subvencionadísimos medios de comunicación, a diferencia del catalán
de a pie. Parece que a los chicos les gustan San Juan de Gaztelugatxe,
los cañones del Sil y, entre las catalanas, Ampuria Brava, Cadaqués,
Besalú y mi querida Barcelona, de la que hablo profusamente. También les
pongo canciones con su correspondiente letra, para que escuchen un
sonido distinto de las palabras. Les cito a personajes relevantes de la
historia de España nacidos en estos lugares, como Unamuno, Rosalía de
Castro, Granados, Albéniz, Dalí... Nada que ver, por cierto, con las
nuevas teorías –subvencionadas con dinero público, claro, en el Institut
Nova Història, con Jordi Bilbeny al frente–, según las cuales Colón era
catalán, al igual que Cervantes y el autor de «El Lazarillo de Tormes».
Incluso Leonardo da Vinci se inspiró en la bellísima montaña de
Montserrat para su fondo de «La Gioconda». Por supuesto, ni el feo de
los Calatrava ni Falete entran en esos disparatados y carísimos estudios
porque no interesa que sean catalanes. Por último, les hablo de la
historia de estas lenguas, sus principales autores, textos, su
prohibición durante la dictadura franquista, la llegada masiva de
andaluces (sobre todo) en los años sesenta, la situación actual de la
lengua...
Algún alumno avispado me pregunta si es cierto que no se pueden
rotular negocios en castellano y le digo que no es exactamente así, ya
que deben estar escritos al menos en catalán y que las multas pueden
llegar hasta el millón de euros, ante lo que ponen ojos como platos. No
entienden que al principio del tema les haya dicho que en el mundo hay
entre 5.000 y 6.000 lenguas para unos 200 países, que lo habitual es
precisamente el bilingüismo, y ahora les suelte esto. Algo chirría. No
añado que mi Cataluña tiene el dudoso honor de ser el único lugar de
Europa donde se multa a una de las dos lenguas oficiales. Pienso en que
tengo dos hermanas en edad escolar y que de treinta horas lectivas
apenas reciben dos en castellano. Eso es ahorrar conocimiento y armas
para que en un futuro esos alumnos se desarrollen, además de equipararse
con la época franquista en que un idioma fue limitado al ámbito
familiar o perseguido. Lo que intento con mis alumnos es lo contrario:
presentarles la dignidad de las lenguas y la riqueza cultural diversa de
su país; ampliar horizontes, no reducirles visión. Pienso también en
que todo el que no se adhiere a la causa es invisible y que han
conseguido que los más radicales sean precisamente los hijos de gente de
fuera de Cataluña, que tienen que ser más catalanistas que los
catalanes. Pero lo escandaloso ya no escandaliza hoy día y tenemos
ejemplos en cada telediario (verlo es casi un drama últimamente).
Si la clase fuese de Derecho, la concluiría diciendo que no existe el
derecho de autodeterminación en el derecho internacional, ya que sería
reconocer la soberanía a una región de un país. Como dice la
Constitución, en su artículo 3: «La soberanía nacional reside en el
pueblo español». Bueno, pues el tema ya toca a su fin y tengo que
continuar con otro tema apasionante como la literatura del Romanticismo,
con Bécquer, Rosalía, Espronceda... Veo menos caras escépticas en los
chicos que en la primera sesión, por lo que puedo estar moderadamente
contento. Conocen más y sienten menos manía, lección que algunos adultos
podrían aplicarse con respecto a Cataluña, por cierto. Con ellos no he
tocado el tema político ni he falseado la historia (a diferencia de
otros, señores Mas y compañía), y han aprendido mucho sobre unas
provincias que tienen bastantes peculiaridades, pero con las que tienen
una demostrable historia en común.
¿Una última pregunta? «Pero ¿por qué se quieren independizar y están
todos los días con lo mismo?». La pregunta es sincera, pero no puedo
responder. Literalmente. Porque no lo sé y no me entra en la cabeza
considerar que de un día para otro cambien de nacionalidad mi madre
(andaluza) o mi padre (catalán). Desde luego, no soy «de los buenos» (yo
nunca hablaría así de mí), como citaba este amigo mío, sino uno de a
pie que está a gusto dentro de su país y sabe que insensatos hay en
todas partes. Por ejemplo, en la Generalitat, donde están lejos de ser
buenos catalanes. Allí, con sus disparates, politización de todo,
mentiras, enfrentamientos y salidas de tono, están tensando demasiado la
situación en una Cataluña donde está fermentando la sombría levadura
que sazonó con sangre el pan de nuestra Guerra Civil. Es muy peligroso y
la mejor forma de evitarlo no es levantarse cada mañana lloriqueando
«mami, dedo, pupa, Espanya ens roba» para justificar todos los problemas
de Cataluña.
Nuestros abuelos y bisabuelos hicieron de Cataluña una región
próspera y diligente trabajando y emprendiendo, no siendo victimista
(requisito indispensable en todo nacionalista) ni mendigando dinero a
cambio de concluir el infantil pataleo. Lo mejor para evitarlo es
apechugar con nuestras responsabilidades y aprender para conocernos
mejor, como intentamos inculcar en el colegio.
Concluyo la clase con una cita de Elbert Hubbard: «Si los hombres
pudieran conocerse entre sí, no se idealizarían ni se odiarían».
Publicado en La Nueva España, 11 de noviembre de 2013
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