martes, 7 de abril de 2009

Literatura


Érase una vez un rústico adinerado, entrado ya en años, que vivía en Oxford. Tenía el oficio de carpintero y aceptaba huéspedes en su casa. Vivía con él un estudiante pobre, muy entendido en artes liberales, que sentía una irresistible pasión por el estudio de la astrología. Este estudiante se llamaba Nicolás el Espabilado. Aunque al mirarle parecía poseer la mansedumbre de una niña, tenía una gracia especial para secretas aventuras y placeres del amor, pues era al mismo tiempo ingenioso y extremadamente discreto.

El carpintero se había casado hacía poco con una mujer de dieciocho años, a la que amaba más que a su propia vida. Como ella era joven y retozona y él era viejo, los celos le movieron a mantenerla estrechamente confinada, pues ya se había imaginado cornudo. Por su deficiente educación, nunca había leído el consejo de Catón de que un hombre debe casarse con alguien que se le parezca. Sucedió que un día, cuando el marido se hallaba en Oseney, Nicolás el Espabilado empezó a retozar y a hacer bromas con la joven. Nicolás empezó a rogarle, y lo hizo con tal vehemencia que, al fin, ella se rindió y juró por Santo Tomás de Canterbury que sería suya tan pronto como pudiera encontrar la ocasión.
-Mi esposo está tan roído por los celos que, si no esperas pacientemente y vas con mucho cuidado, estoy segura que me destruirás -dijo ella-. Por eso, debemos mantenerlo en secreto.
-No te preocupes por ello -dijo Nicolás-. Si un estudiante no se las sabe más que un carpintero, habrá estado perdiendo el tiempo.
Un día, Nicolás hizo sentar al carpintero junto a él diciéndole: -¡Querido Juan, querido anfitrión!, me debes jurar aquí mismo y por tu honor que nunca revelarás a nadie el secreto que te voy a contar: por mis estudios de astrología y mis observaciones de la Luna cuando brilla en el cielo, he averiguado que durante la noche del próximo lunes, a eso de las nueve, lloverá de una forma tan torrencial y asombrosa, que el diluvio de Noé quedará minimizado. El aguacero será tan tremendo -prosiguió-, que todo el mundo se ahogará en menos de una hora, y la Humanidad perecerá.
Al oír eso, el carpintero exclamó:
- ¡Pobre esposa mía! ¿Se ahogará también? ¡Ay, pobre Alison!
- Sí, ya lo creo que sí -dijo Nicolás-; pero solamente si te dejas guiar por un consejo experto, en vez de seguir ideas propias que te puedan parecer brillantes. Corre y trae enseguida a casa una gran tina poco cada uno de nosotros tres y asegúrate de que sean lo suficientemente grandes como para poder utilizarlas como barcas. Las colgarás en lo alto del techo.
¡Qué poder tiene la fantasía! La gente es tan impresionable, que puede morir de imaginación. El pobre carpintero empezó a temblar; creía realmente que iba a ver cómo el diluvio de Noé llegaba arrollándolo todo. Con sus propias manos hizo tres escaleras de mano con todos sus peldaños para poder alcanzar las tinas que colgaban de las vigas.
El lunes, cuando se acercaba la noche, cada uno subió a su tina y se sentaron en ellas. Tras un día tan fatigoso y ajetreado, el carpintero cayó dormido como un tronco. Nicolás bajó silenciosamente por la escalera de mano, así como Alison, que se deslizó sin hacer ruido. Sin pronunciar palabra, se fueron al lecho en el que el carpintero solía dormir. Todo fue alegría y jolgorio mientras Alison y Nicolás estuvieron allí acostados.
Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury (adaptación)

Poema de Mío Cid
Al otro día de mañana el sol quería apuntar
armado está mio Cid con los hombre que tiene.
Hablaba mio Cid como oiréis contar:
“Salgamos todos fuera, nadie se ha de quedar;
sólo dos en la puerta, pues la deben guardar”.
[...] Se ponen los escudos ante los corazones,
abajan las lanzas y también los pendones,
inclinan las caras hacia los arzones:
los iban a herir con bravos corazones.
Con gritos anima el que en buena hora nació:
“¡Heridlos, caballeros, por amor de caridad!;
¡Yo soy Rodrigo Díaz el Cid Campeador de Vivar!”
Atacan por la fila donde Pero Bermúdez está;
son trescientos lanceros todos llevan pendones;
un moro cada uno mató de un solo golpe;
se revuelven y matan otros tantos traidores.
[...] A Minaya Albar Fáñez mataron el caballo,
pronto lo observan los lanceros cristianos;
tiene la lanza rota y lucha espada en mano;
aunque combate a pie, buenos golpes va dando.
Lo vio Mio Cid Rodrigo Díaz el castellano,
se acercó a un alguacil que tenía un buen caballo,
le dio tal tajo en la espalda con el derecho brazo,
que en dos lo partió y así quedó en el campo.
A Minaya Albar Fáñez bien le anda el caballo,
de aquellos moros mató treinta y cuatro
con la espada tajadora;lleva ensangrentado el brazo,
por el codo abajo corre la sangre brillando.

GONZALO DE BERCEO: MILAGROS DE NUESTRA SEÑORA

Había en una tierra un hombre labrador
que usaba más la reja que no otra labor,
más amaba a la tierra que a su Creador,
y era de todas formas hombre revolvedor.
Quería, aunque era malo, mucho a Santa María,
oía sus sermones siempre los acogía.
La saludaba siempre diciendo cada día:
"Ave, llena de gracia que pariste al Mesías"
Murió el avaricioso de tierra bien cargado
y en soga de diablos fue pronto cautivado.
Lo arrastraban con cuerdas de coces bien sobado,
le cobraban al doble que el pan que había robado.
Doliéronse los ángeles de esta alma mezquina
porque se la llevaban los diablos en rapiña,
quisieron socorrerla tenerla por vecina,
mas, para hacer tal pasta, les faltaba la harina.
Entonces habló un ángel dijo: "Yo soy testigo,
es verdad, no mentira esto que yo os digo.
El cuerpo que llevaba esta alma consigo
fue de Santa María vasallo y amigo".
Luego que este nombre de la Santa Regina
escucharon los diablos huyeron por la esquina.
Se derramaron todos igual que una neblina,
dejando abandonada aquella alma mezquina.
La vieron los ángeles quedar desparramada,
las piernas y las manos con sogas bien atadas.
Parecía una oveja que yacía enzarzada;
fueron y la llevaron para la su majada.
Nombre tan milagroso y de virtudes tantas
que a los enemigos ahuyenta y espanta
no nos debe doler ni lengua ni garganta
que no digamos todos: "Salve Regina Santa".



ARCIPRESTE DE HITA: LIBRO DE BUEN AMOR

Aristóteles dijo, y es cosa verdadera,
que el hombre por dos cosas trabaja: la primera
por el sustentamiento, y la segunda era
por conseguir unión con hembra placentera

Amor hace sutil a quien es hombre rudo,
Convierte en elocuente al que antes era mudo
Quien antes fue cobarde, después todo lo pudo,
Al perezoso obliga a ser presto y agudo.

Al joven le mantiene en fuerte madurez;
Disimula en el viejo mucho de su vejez,
Hace blanco y hermoso al negro como pez;
Al Amor da prestancia a quien vale una nuez.

Aquel que tiene amores, por muy feo que sea
Y lo mismo su dama, adorada aunque fea,
El uno como el otro no hay cosa que vea
Que tan bien le parezca ni que tanto desea.

El babieca y el torpe, el necio y el muy pobre
A su amiga parecen muy bueno y rico hombre,
Más noble que los otros; por tanto, todo hombre
Cuando pierde un amor, otro enseguida cobre.

[...] Consejos del Amor al Arcipreste
Busca mujer hermosa, atractiva y lozana,
Que no sea muy alta, pero tampoco enana.
Si pudieres, no quieras amar mujer villana,
Pues de amor nada sabe, palurda y chabacana.

[...] En la cama muy loca, en la casa muy cuerda;
No olvides tal mujer, sus ventajas recuerda.
[...]No seas malediciente ni seas envidioso;
Con la mujer sensata no te muestres celoso,
Si no tienes razones, no seas despechoso;
De lo suyo no seas pedigüeño, ambicioso.

No alabes, ante ella, de otra el buen parecer,
pues con ello en seguida la harás entristecer,
pensará que a la otra querrías tú tener;
tal conducta podría tu pleito entorpecer.

Con ella no hables de otra, alaba sólo a ella,
ovillo en cesto ajeno no lo quiere la bella,
di que cual la hermosura ninguna otra destella;
quien obre contra esto, en amor no hará mella.


DON JUAN MANUEL: EL CONDE LUCANOR


Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde
Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía:
-Patronio, un pariente mío me ha contado que lo quieren casar con una mujer muy rica y más ilustre que él, por lo que esta boda le sería muy provechosa si no fuera porque, según le han dicho algunos amigos, se trata de una doncella muy violenta y colérica. Por eso os ruego que me digáis si le debo aconsejar que se case con ella, sabiendo cómo es, o si le debo aconsejar que no lo haga.
-Señor conde -dijo Patronio-, si vuestro pariente tiene el carácter de un joven cuyo padre era un honrado moro, aconsejadle que se case con ella; pero si no es así, no se lo aconsejéis.
El conde le rogó que le contase lo sucedido.
Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y su hijo, que era excelente persona, pero no tan rico que pudiese realizar cuantos proyectos tenía para salir adelante. Por eso el mancebo estaba siempre muy preocupado, pues siendo tan emprendedor no tenía medios ni dinero.
En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más distinguido y más rico que el primero, que sólo tenía una hija, de carácter muy distinto al del mancebo, pues cuanto en él había de bueno, lo tenía ella de malo, por lo cual nadie en el mundo querría casarse con aquel diablo de mujer.
Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que, pues no era tan rico que pudiera darle cuanto necesitaba para vivir, se vería en la necesidad de pasar miseria y pobreza o irse de allí, por lo cual, si él daba su consentimiento, le parecía más juicioso buscar un matrimonio conveniente, con el que pudiera encontrar un medio de llevar a cabo sus proyectos. El padre le contestó que le gustaría mucho poder encontrarle un matrimonio ventajoso.
Dijo el mancebo a su padre que, si él quería, podía intentar que aquel hombre bueno, cuya hija era tan mala, se la diese por esposa. El padre, al oír decir esto a su hijo, se asombró mucho y le preguntó cómo había pensado aquello, pues no había nadie en el mundo que la conociese que, aunque fuera muy pobre, quisiera casarse con ella. El hijo le contestó que hiciese el favor de concertarle aquel matrimonio. Tanto le insistió que, aunque al padre le pareció algo muy extraño, le dijo que lo haría.

Marchó luego a casa de aquel buen hombre, del que era muy amigo, y le contó cuanto había hablado con su hijo, diciéndole que, como el mancebo estaba dispuesto a casarse con su hija, consintiera en su matrimonio. Cuando el buen hombre oyó hablar así a su amigo, le contestó:
-Por Dios, amigo, si yo autorizara esa boda sería vuestro peor amigo, pues tratándose de vuestro hijo, que es muy bueno, yo pensaría que le hacía grave daño al consentir su perjuicio o su muerte, porque estoy seguro de que, si se casa con mi hija, morirá, o su vida con ella será peor que la misma muerte. Mas no penséis que os digo esto por no aceptar vuestra petición, pues, si la queréis como esposa de vuestro hijo, a mí mucho me contentará entregarla a él o a cualquiera que se la lleve de esta casa.

Su amigo le respondió que le agradecía mucho su advertencia, pero, como su hijo insistía en casarse con ella, le volvía a pedir su consentimiento.

Celebrada la boda, llevaron a la novia a casa de su marido y, como eran moros, siguiendo sus costumbres les prepararon la cena, les pusieron la mesa y los dejaron solos hasta la mañana siguiente. Pero los padres y parientes del novio y de la novia estaban con mucho miedo, pues pensaban que al día siguiente encontrarían al joven muerto o muy mal herido.

Al quedarse los novios solos en su casa, se sentaron a la mesa y, antes de que ella pudiese decir nada, miró el novio a una y otra parte y, al ver a un perro, le dijo ya bastante airado:

-¡Perro, danos agua para las manos!

El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y le ordenó con más ira que les trajese agua para las manos. Pero el perro seguía sin obedecerle. Viendo que el perro no lo hacía, el joven se levantó muy enfadado de la mesa y, cogiendo la espada, se lanzó contra el perro, que, al verlo venir así, emprendió una veloz huida, perseguido por el mancebo, saltando ambos por entre la ropa, la mesa y el fuego; tanto lo persiguió que, al fin, el mancebo le dio alcance, lo sujetó y le cortó la cabeza, las patas y las manos, haciéndolo pedazos y ensangrentando toda la casa, la mesa y la ropa.

Después, muy enojado y lleno de sangre, volvió a sentarse a la mesa y miró en derredor. Vio un gato, al que mandó que trajese agua para las manos; como el gato no lo hacía, le gritó:

-¡Cómo, falso traidor! ¿No has visto lo que he hecho con el perro por no obedecerme? Juro por Dios que, si tardas en hacer lo que mando, tendrás la misma muerte que el perro.

El gato siguió sin moverse, pues tampoco es costumbre suya llevar el agua para las manos. Como no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas y lo estrelló contra una pared, haciendo de él más de cien pedazos y demostrando con él mayor ensañamiento que con el perro.

Así, indignado, colérico y haciendo gestos de ira, volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, al verle hacer todo esto, pensó que se había vuelto loco y no decía nada.

Después de mirar por todas partes, vio a su caballo, que estaba en la cámara y, aunque era el único que tenía, le mandó muy enfadado que les trajese agua para las manos; pero el caballo no le obedeció. Al ver que no lo hacía, le gritó:

-¡Cómo, don caballo! ¿Pensáis que, porque no tengo otro caballo, os respetaré la vida si no hacéis lo que yo mando? Estáis muy confundido, pues si, para desgracia vuestra, no cumplís mis órdenes, juro ante Dios daros tan mala muerte como a los otros, porque no hay nadie en el mundo que me desobedezca que no corra la misma suerte.

El caballo siguió sin moverse. Cuando el mancebo vio que el caballo no lo obedecía, se acercó a él, le cortó la cabeza con mucha rabia y luego lo hizo pedazos.

Al ver su mujer que mataba al caballo, aunque no tenía otro, y que decía que haría lo mismo con quien no le obedeciese, pensó que no se trataba de una broma y le entró tantísimo miedo que no sabía si estaba viva o muerta.

Él, así, furioso, ensangrentado y colérico, volvió a la mesa, jurando que, si mil caballos, hombres o mujeres hubiera en su casa que no le hicieran caso, los mataría a todos. Se sentó y miró a un lado y a otro, con la espada llena de sangre en el regazo; cuando hubo mirado muy bien, al no ver a ningún ser vivo sino a su mujer, volvió la mirada hacia ella con mucha ira y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada:

-Levantaos y dadme agua para las manos.

La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazaría, se levantó a toda prisa y le trajo el agua que pedía. Él le dijo:

-¡Ah! ¡Cuántas gracias doy a Dios porque habéis hecho lo que os mandé! Pues de lo contrario, y con el disgusto que estos estúpidos me han dado, habría hecho con vos lo mismo que con ellos.

Después le ordenó que le sirviese la comida y ella le obedeció. Cada vez que le mandaba alguna cosa, tan violentamente se lo decía y con tal voz que ella creía que su cabeza rodaría por el suelo.

Así ocurrió entre los dos aquella noche, que nunca hablaba ella sino que se limitaba a obedecer a su marido. Cuando ya habían dormido un rato, le dijo él:

-Con tanta ira como he tenido esta noche, no he podido dormir bien. Procurad que mañana no me despierte nadie y preparadme un buen desayuno.

Cuando aún era muy de mañana, los padres, madres y parientes se acercaron a la puerta y, como no se oía a nadie, pensaron que el novio estaba muerto o gravemente herido. Viendo por entre las puertas a la novia y no al novio, su temor se hizo muy grande.

Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy despacio y, llena de temor, comenzó a increparles:

-¡Locos, insensatos! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os da miedo hablar? ¡Callaos, si no, todos moriremos, vosotros y yo!

Al oírla decir esto, quedaron muy sorprendidos. Cuando supieron lo ocurrido entre ellos aquella noche, sintieron gran estima por el mancebo porque había sabido imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa. Desde aquel día en adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron muy buena vida.

Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que su yerno, para lo cual mató un gallo; pero su mujer le dijo:

-En verdad, don Fulano, que os decidís muy tarde, porque de nada os valdría aunque mataseis cien caballos: antes tendríais que haberlo hecho, que ahora nos conocemos de sobra.

Y concluyó Patronio:

-Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse con esa mujer y vuestro familiar tiene el carácter de aquel mancebo, aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su casa; pero si no es así y no puede hacer todo lo necesario para imponerse a su futura esposa, debe dejar pasar esa oportunidad. También os aconsejo a vos que, cuando hayáis de tratar con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de portarse con vos.

El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.

Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Si desde un principio no muestras quién eres,
nunca podrás después, cuando quisieres.

Poema de Mío Cid

De sus ojos tan fuertemente llorando
tornaba la cabeza y estábalos mirando.
Vio puertas abiertas y postigos sin candados,
perchas vacías sin pieles y sin mantos
y sin halcones y sin azores mudados.
Suspiró Mío Cid, pues tenía grandes pesares.
Habló Mío Cid, bien y tan medido:
¡Loor a ti, señor Padre, que estás en lo alto”
Esto me han urdido mis enemigos malos.”
Allí piensan marchar, allí sueltan las riendas.
A la salida de Vivar, tuvieron la corneja a la diestra
y entrando en Burgos, tuviéronla a la siniestra.
Movió Mío Cid los hombros y sacudió la cabeza:
“¡Albricias, Álvar Fáñez, pues somos expulsados de nuestra tierra!
pero con gran honra volveremos a Castilla.”

2 comentarios:

Alumno dijo...

Qué profes de literatura más majos hay hoy en día, ¿no?

Besos

Chur dijo...

Jajaja, claro dejando huella.
Ojalá le recuerden.