jueves, 22 de enero de 2009

El espejo (Zerkalo)», de Andrei Tarkovski



«El espejo (Zerkalo)», de Andrei Tarkovski

Pedro A. Cruz Sánchez
Realizado en 1974, tras el ambicioso y costoso proyecto de Solaris (Solaris; 1972), El espejo (Zerkalo), supuso el mayor fracaso comercial de la carrera de Tarkovski, quien, a raíz del desengaño que constituyó este gran revés, estuvo rondando durante algún tiempo la posibilidad de abandonar definitivamente la dirección cinematográfica. La calificación de «elitista» y «poco comprensible» que recibió por parte de las autoridades culturales soviéticas conllevó el que el film apenas si encontrara distribución y que, por tanto, permita ser clasificado como una realización maldita y marginada.
Pese a tal y decisiva circunstancia, difícilmente se podrá hallar, en la corta filmografía de Tarkovski, una obra tan directa, compleja y estremecedora como ésta. En ella, el tema -tan caro al director ruso- del «retorno a sí mismo» encuentra una concreción definitiva y pletórica en excepcionales hallazgos, a los que no cabe considerar sino como aportaciones determinantes para la iluminación de su complejo y, en ocasiones, mal estudiado ideario. De hecho, si con alguna idea nos tuviéramos que quedar ya desde un principio es que, en este su cuarto largometraje, Tarkovski nos muestra el largo y tortuoso camino que ha de recorrer el individuo para llegar a ese sutil y, al mismo tiempo, grandioso punto en el que «todo él se recobra como unidad».
Diríase, por este motivo, que Alexei, el protagonista y alter ego del director en el film, se hace eco en todo momento de aquella esclarecedora afirmación de Tarkovski según la cual «el autoconocimiento ético-moral sigue siendo la experiencia clave de cada persona, una experiencia que tiene que hacer siempre de nuevo él solo»1. El beneficio que, mediante su fructuosa realización, aspira a obtener este complicado personaje de tal «autoconocimiento» no es otro que la «representación diáfana de sí mismo», o, lo que es lo mismo, la «objetivación de su ser en tanto que entidad descifrada». Recuérdese, en este sentido, la opinión de Kierkegaard de que «en cada hombre hay algo que en algún grado le impide hacerse totalmente transparente a sí mismo... Pero quien no puede revelarse, no puede amar, y quien no puede amar, es el más infeliz de todos»2. Es, en virtud de tal presupuesto, que en «El espejo interiorizar es sinónimo de transparentar»; y «transparentar» para, con la nueva claridad conseguida, descubrir una serie de «leyes universales» cuyo discernimiento es arrastrado por ese «movimiento de retorno» sobre el que se centra la narración.
Pero, para que todo este arduo proceso de «autoconocimiento» hasta ahora referido sea factible, condición sine qua non es que el sujeto en cuestión, el protagonista del film, haya de querer sincerarse consigo mismo y, por extensión, con el espectador. Para hacernos saber su decisión afirmativa al respecto, Tarkovski introduce un esclarecedor prólogo, en el que asistimos a la sorprendente curación, por hipnosis, de un muchacho tartamudo. Con frecuencia, el espectador de este largometraje se ha mostrado un tanto desconcertado por la brusquedad y la falta de relación con el resto de la historia que, aparentemente, caracterizan a dicha secuencia. Aunque nada más lejos de la realidad, ya que, a poco que nos preguntemos mínimamente por el significado de este pasaje, descubriremos sin dificultad alguna que lo que la curación por hipnosis mostrada en él nos quiere indicar es, ante todo, la disposición a hablar claramente, sin tapujos de ninguna clase, del director y su personaje principal. La recuperación, efectivamente, del «habla fluida» por parte del citado muchacho supone la confirmación definitiva de Tarkovski de que se halla dispuesto a revelar su interioridad, a sincerarse; en definitiva, a exorcizar todos aquellos fantasmas, recuerdos y demás inquietudes que han ido creciendo en él durante muchos años.
Ni qué decir tiene que esta decisión de hablar «claro y fuerte» conlleva un contundente acto de libertad que, por supuesto, no está exento de connotaciones históricas y sociales. La férrea dictadura comunista que, en aquellos tiempos, sufría la URSS, y cuyos métodos coercitivos Tarkovski tanto criticó, convertían, ciertamente, este acto de sinceridad en algo más que una mera sucesión de acontecimientos autobiográficos, sin ningún otro tipo de implicaciones ni compromisos. Para Tarkovski, la libertad es el don más importante que le ha sido concedido al hombre, y estar desprovisto de ella supone, prácticamente, morir en vida. Por eso resulta primordial recuperarla con prontitud y ejercerla limpio de todo temor; punto este en el que cobra inusitada importancia la hipnosis, no sólo como estado por el que el individuo corta todas las ataduras sociales que le impiden «transparentarse», sino también como condición que ha de caracterizar la aprehensión del film por parte del espectador. Desde la óptica del director de Stalker (Stalker; 1979), se confirma fundamental el hecho de que el público pueda despojarse de los modos tradicionales de ver el cine, pues, de no ser así, una obra como El espejo, cuya estructura es fruto de una continua «dislocación temporal» provocada por los distintos «movimientos internos» originados por la memoria y el espíritu, quedaría cerrada, hermética para éste. No en vano este prólogo del film, ideado para «invocar» a la palabra, a la propia interioridad del sujeto narrador, es explicado por el mismo director en su diario a partir de una «confesión» insertada por Herman Hesse en el epígrafe de su libro Demian, y que viene a decir: «yo no pretendía más que intentar vivir lo que quería espontáneamente salir de mí. ¿Por qué era tan difícil?»3.
Como se desprende de esta alusión realizada por Tarkovski a las palabras del escritor alemán, lo que se busca con la citada secuencia inicial no es sino provocar la salida espontánea -es decir, no racional, no predeterminada- de todo aquello que constituye el ser del protagonista, por lo que nos encontraremos, por un lado, con una lógica y absoluta ruptura de la linealidad narrativa y, por otro, con el surgimiento de un concepto como el de «naturalismo espiritual», empleado por el realizador para definir su complejo mundo de alucinaciones4.
Ahora bien, si importante es hacer hincapié en la idea de «palabra» en tanto que instrumento encargado de revelar la interioridad del protagonista, no menos primordial resulta una segunda acepción de la misma, que la transforma en el agente encargado de conectar una generación con otra. Conviene recordar, en este sentido, que uno de los objetivos principales del cine de Tarkovski es -como sugieren los historiadores húngaros Kovàcs y Szilágyi- el retorno al «ideal artístico clásico de la cultura rusa, encarnado por la literatura del siglo XIX, y que la vanguardia de los años 20 había negado»5. Esta reivindicación de la «continuidad cultural rusa» halló un periodo de fuerte resonancia en los años 60, donde el anhelo de un «cine ruso», en oposición a la realidad de un «cine soviético», fue adquiriendo, con el paso del tiempo, más y más cuerpo. Para Tarkovski, al igual que para otros intelectuales del momento, la iconoclastia enarbolada por la vanguardia soviética aparecía como una amenaza para la transmisión a generaciones venideras de la tradición cultural rusa; aspecto este que le lleva a convertir un film, en principio autobiográfico, como El espejo, en un constante «diálogo entre generaciones» que, debido a una suerte de total identificación, acaban por reflejarse las unas a las otras. Se infiere por esta razón que el espejo al que hace referencia el título del film no es otro que la «palabra», entendida como aquel ejercicio que, al practicarse libremente generación tras generación, «refleja» y, por ende, garantiza su transmisión en el futuro de unas determinadas raíces culturales.
Revelador, a tal respecto, se confirma un fragmento del texto de Ossip Mandelstam La naturaleza del verbo, anotado por Tarkovski en su diario, y que afirma:

«Una lengua tan orgánica y perfectamente estructurada no es solamente una vía de entrada en la historia, es la historia misma. Para Rusia, ser cortada de la historia, ser excluida del reino de la continuidad y de la necesidad históricas, de la libertad y de la lógica, supondría ser cortada de la lengua. El mutismo de dos o tres generaciones conduciría a Rusia a una muerte histórica. E inversamente, ser cortado de la lengua significaría para nosotros ser cortados de la historia.»6
Este deseo de «continuidad histórica», de establecimiento de una relación especular entre una generación y otra, no encuentra únicamente en la palabra, en la lengua, en el mismo «acto de hablar en libertad» un modo infalible de realización, ya que, consolidándolo y convirtiéndose también en una «manera de proyectarse en el futuro», se halla otro concepto privilegiado y esencial dentro del ideario tarkovskiano: el de sacrificio. Efectivamente, no son pocas las ocasiones en las que el director, en sus diferentes y múltiples escritos, ha aludido al sacrificio en tanto que medio por el que el hombre, trabajando de manera abnegada para la obtención de un fruto que revierta en generaciones venideras, ve su esfuerzo presente perpetuado en el tiempo y, en consecuencia, acaba por eternizarse. Recuérdese, en lo que a esto respecta, la secuencia del hospital, acaecida al final del film, y en la que se observa al protagonista-narrador Alexei consumir los instantes postreros de su vida. Justo en los últimos segundos de la misma, y después de dirigirse a sus familiares allí presentes con la desgarradora y conmovedora súplica: «Déjenme en paz; yo sólo quise ser feliz», Tarkovski se recrea en un hecho decididamente trascendental para la comprensión del film; a saber, cómo el moribundo personaje agarra con su mano un pájaro que se hallaba sobre su cama y, tras sostenerlo durante algunos instantes con su puño cerrado, lo suelta, echando éste a volar hasta salir de pantalla.
Podríase afirmar, ante la contemplación de este pasaje, que lo que se pretende subrayar y representar mediante su cuidada y emotiva filmación es «el traspaso del testigo -la tradición cultural, la fe en las propias raíces- de una generación -la de Alexei- a otra -la de su hijo-». El pájaro que el protagonista recoge con su mano viene a representar, ciertamente, este trasvase, este acto de depositar en el futuro todo el pasado histórico y personal para de tal manera garantizar una continuidad a lo largo de todas las épocas que, en verdad, no constituye sino una declaración de esperanza en los tiempos aún por venir. Parece como si Tarkovski, a través de la proyección de su protagonista en el futuro, en la vida y realidad de sus hijos y descendientes, declarara, haciéndose eco de unas sinceras palabras de Hölderlin:

«Yo amo al género humano de los siglos venideros, pues mi esperanza más dichosa es ésa, la fe que me mantiene fuerte y activo es que mis nietos serán mejores que nosotros... Nosotros vivimos en un periodo de tiempo en que todo conduce a días mejores. Estas semillas de ilustración, esos deseos y afanes callados de los individuos para la formación del género humano se extenderán y robustecerán y llevarán frutos gloriosos.»7
Una vez que hemos comprobado y analizado la predisposición de Tarkovski a hablar, a exteriorizar y «dejar fluir» su interioridad, pertinente es que, ahora, nos centremos en las condiciones necesarias que se han de dar para que esta «vuelta hacia sí mismo» de la que trata, en sustancia, El espejo, se lleve a cabo. Estas condiciones a las que nos referimos son principalmente dos: 1) «la enfermedad del protagonista», y 2) «el fuera de campo permanente en el que éste se encuentra».
Refiriéndonos ya, sin más dilación, a la primera de ellas, hemos de apuntar que el precario estado de salud en el que se halla Alexei lo convierte en una persona especialmente proclive a la reflexión, al cuestionamiento de todo cuanto hasta entonces había pasado desapercibido por el fuerte ruido de la cotidianeidad. La razón de aquí se radica en la serie de connotaciones que acompañan al motivo de la enfermedad en el cine de Tarkovski y que lo convierten en uno de los estados en los que el ser humano se muestra más sensibilizado y lúcido a la hora de abordar determinados asuntos que podríamos considerar de índole universal e intemporal. Compruébese si no, en referencia a esto, cómo la enfermedad, ya sea en su representación en El espejo o en otros films como Stalker (1979) o Nostalgia (Nostalghia) (1983), es siempre sinónimo de debilidad. Pero «debilidad» entendida no como una cualidad peyorativa y destructiva, sino como portadora y aportadora de una fuerza y sabiduría suplementarias, que toma su fuente de referencia de unos versos del Tao Te King de Lao Tse, anotados por el propio Tarkovski en su diario8, y en los que se puede leer:


«El hombre cuando nace
es blando y débil,
y cuando muere
es duro y fuerte.

Las plantas cuando nacen
son blandas y delicadas,
y cuando mueren
son secas y rígidas.

Por eso aquéllos que son duros y fuertes
son compañeros de la muerte.
Los suaves y débiles son compañeros de la vida.

Por eso,
siendo las armas fuertes no vencen.
Y siéndolo los árboles, son aserrados.

Lo fuerte y lo grande están abajo.
Lo ligero y lo débil, arriba.»9

Para Tarkovski, como se puede advertir, lo débil y blando es permeable y, por tanto, susceptible de abrirse al conocimiento; en cambio, lo fuerte y duro se muestra autosuficiente, pleno en su cerrado y pequeño mundo e insensible hacia cualquier nueva aportación externa o interna que le pueda permitir ampliar sus horizontes. Es por esta causa por la que la enfermedad, en tanto que estado encargado de «ablandar» al individuo que la sufre, se constata como un efectivo vehículo de conocimiento que, por otro lado, conlleva una dolorosa ruptura de los lazos afectivos que unían a este individuo con la sociedad. Tal ruptura se confirma indispensable para la creación de la atmósfera y condiciones necesarias para el «recogimiento»; elemento este habitual dentro de la filmografía y el ideario tarkovskianos, y que el filósofo Gabriel Marcel ha definido como «el acto por el cual yo me recobro como unidad»10. Se deduce, consiguientemente, de esta nueva acepción del concepto de enfermedad un «itinerario espiritual» realizado por Alexei, el protagonista del film, y que consiste, en primer lugar, en romper física y afectivamente con su entorno, con el objetivo de conocerse a sí mismo, para, una vez efectuado este conocimiento, volver a conectar con él, pero ahora desde una perspectiva universal y espiritual -nunca física-.
Derivado de este proceso de «recogimiento» en el que acabamos de abundar, nos encontramos con que, en El espejo, la enfermedad tantas veces aludida del narrador conlleva también, una «pérdida de su función social» que, sin embargo, y en contra de lo que en un principio pueda parecer, es enriquecedora, ya que supone desprenderse de una «conciencia acomodada y adaptada al devenir desvirtuado de lo cotidiano», para hacer surgir otra «indagadora y capaz de depiezar -hasta su puesta en crisis- el complejo engranaje que mueve la realidad». Cierto es que Alexei, al igual que sucede con Doménico, en Nostalgia, y Alexander, en Sacrificio (Offret; 1986), se granjea, con este comportamiento plenamente cuestionador e incómodo, la incomprensión y el recelo de todos aquéllos que le rodean. Pero es que, en el cine de Tarkovski, el enfermo, el supuestamente loco, no sólo no pide la piedad, la lástima que con frecuencia los sanos y cuerdos le dicen profesar, sino que incluso éste, amparándose en la lucidez adquirida con su nuevo estado, es el que acaba por sentir compasión por aquéllos que siguen viviendo y confiriendo valor absoluto a su mundo preñado de falsas y ridículas apariencias.
En opinión de Tarkovski, el hombre, frente a la muerte, se pregunta por asuntos que nunca antes le habían interesado, por lo que ninguna maniobra reportará mejores resultados que situar al héroe de El espejo en una situación límite, agónica, para de esta manera, y una vez liberado de cualquier prejuicio o miedo por la «hipnosis de la enfermedad», llegar a la dilucidación de determinadas cuestiones oscuras e intrincadas antes para él. En verdad, aquella afirmación de Tolstoi -recogida por Tarkovski en su diario- según la cual «los sufrimientos son una condición del crecimiento tanto físico como espiritual»11, queda demostrada perfectamente aquí, a través de la sublimación de un estado como el de la enfermedad, tan trillado, estereotipado y ridiculizado por otros muchos directores y obras.
Abordada ya, con el detenimiento que su importancia requería, la primera de estas dos condiciones necesarias para el «proceso introspectivo» efectuado por Alexei, momento es ahora que analicemos, con el mismo rigor e interés, la segunda de la mismas; es decir, el fuera de campo permanente en el que se halla este personaje durante todo el film. Para centrar la explicación de este punto, nada mejor que situarnos, sin más demora, en aquella secuencia en la que, por vez primera en el transcurso de la narración, Tarkovski descubre el «nivel del tiempo presente», desde el cual el protagonista va a explorar todo ese gran edificio de vivencias y fantasmas que es su memoria. Dicha secuencia, desarrollada en su totalidad en el piso de Alexei, se compone únicamente de dos mecanismos narrativos harto significativos: por un lado, la voz en off de aquél, que habla con su madre por teléfono sobre algunos asuntos relacionados con los sueños y recuerdos que acaba de tener; y, por otro, un largo travelling que recorre, lentamente, la casa en la que acontece la acción y que, a primera vista, parece conducirnos al lugar desde el que surge la voz que oímos. Lo que ocurre es que este amplio movimiento de cámara, lejos de resolver la duda que en ese instante tiene atrapado el interés del espectador -¿cuál es el «rostro» de tal voz?-, la sanciona, transformándola en materia discursiva. No en vano, al final del citado travelling lo único que hallamos es la imagen de una ventana oculta por una cortina que, a su vez, impide al espectador la contemplación de la esplendorosa luz que tras ella se adivina. Se puede manifestar, en consecuencia, que lo que busca Tarkovski con este desenlace tan inesperado son fundamentalmente dos cosas: en primer lugar, representar de manera explícita y concluyente el momento en el que el protagonista de este film «deja de ser una entidad física y localizable para transformarse en una presencia fantasmática y espiritual, y, en segundo, hacer de esta desmaterialización el comienzo de un misterio, concretado en esa cortina que debe ser descorrida para poderse ver la luz o, lo que es lo mismo, la interioridad descifrada de Alexei».
Declarar, en este sentido, que el protagonista de El espejo ha sacrificado su apariencia física por su realidad espiritual supone, ante todo, reconocer que lo que verdaderamente le interesa al director no es tanto reflejar en la pantalla los movimientos externos y automáticos del individuo como poner de manifiesto el más íntimo y trascendental proceder interno de éste; circunstancia la cual nos lleva a descubrir, en la estructura narrativa del fin, un fuerte componente lírico, perfectamente estudiado por Kovàcs y Szilágyi12 y admitido sin ningún tipo de titubeo por el propio Tarkovski, quien, en un pasaje de Esculpir en el tiempo, declara que «este procedimiento (el de retratar internamente a un personaje) coincide con la forma literaria, incluso poética, de representar al héroe lírico: él ni siquiera aparece; pero sus reflexiones, el modo de hacerlas y el objeto de ellas dan una idea clara y bien delimitada de él»13.
Es justamente a través de esta narración interna y metonímica que Alexei, no condenado a cada instante a vivir en un espacio-tiempo concreto e identificable, se convierte en omnipresente, en entidad de la que todo sale y hacia la que todo vuelve. Puede ocurrir incluso -como es el caso del episodio de los exiliados españoles- que, dentro de esta demostración de ubicuidad, una escena ocurrida en tiempo presente, y en la que nuestro personaje no interviene físicamente, sea invadida por la voz en off de él, en lo que supone una suerte de mágico y excepcional «desdoblamiento». Y es que, si lógico resulta pensar que un sujeto cualquiera filtre y, por tanto, domine todos los acontecimientos acaecidos en aquellos «niveles de conciencia» creados por sus recuerdos o sueños, no tan lógica se presenta la situación de un individuo que, de forma inesperada y sorprendente, «remonta» la unidad espacio-temporal en la que vive para adquirir una perspectiva lo suficientemente amplia que le permita abarcarla en su totalidad en tanto que entidad omnipresente.
Se infiere por tal causa que, en El espejo, la identificación psicológico-espiritual del protagonista con cada uno de los hechos representados es total; tanta que incluso se puede argüir que el déficit de «información externa» provocado por su «ser-en fuera de campo» es compensado, a lo largo del film, por la aparición de una serie de rostros y miradas de otros personajes, que traducen perfectamente el estado de ánimo que lo define en el preciso instante de su inserción. Recuérdense, en lo tocante a esto, expresivas y dramáticas faces como la de la triste y asustada niña española que está a punto de partir a la Unión Soviética con motivo del estallido de la Guerra Civil; o la de aquella joven muchacha, herida en un labio, y que mira entre sonriente y perturbada a la cámara, y, por su puesto, la de la propia madre del protagonista, que, segundos antes de asestar un hachazo mortal al cuello de un gallo, lanza una sonámbula mirada al objetivo, recogida inmediatamente después por el también enigmático y complejo rostro de su marido, que la reclama desde otra estancia, surgida del sueño.
Pertinente es, pues, concluir que todos estos rostros que jalonan convenientemente la narración pertenecen, en verdad, a Alexei, ya que una de las primeras consecuencias que se derivan de su «retorno a sí mismo» es el surgimiento de una «apariencia múltiple» que sustituye a la «única» y concreta característica de su estado de no-ser. Esta «apariencia múltiple», fruto de la asunción por parte del protagonista de las experiencias ajenas como propias, se explica y adquiere total sentido por la actuación ontológica de un instrumento que, una vez cumplidas las dos condiciones hasta ahora abordadas, adquiere todo su decisivo y fenomenal protagonismo; a saber, la memoria.
Por «memoria» -y manteniéndonos siempre en el contexto otorgado por el ideario tarkovskiano- no se ha de entender un mero órgano para recordar, para rememorar con fines estrictamente sentimentales determinados pasajes de la vida; más bien, debe interpretarse como un medio de conocimiento, como un potente y efectivo mecanismo de introspección que recupera lo vivido en tanto que fragmento de un ser al que hay que reconstruir. A través de ella, «el individuo se recompone pieza a pieza, se recuerda como unidad, se revive plenamente». Porque de lo que se trata no es de recuperar una vivencia cualquiera tal y como fue experimentada en su momento, sino de ahondarla, de arrancar de ella lo puro e íntimo que la persona dejó de sí, para a continuación incorporarlo a un sistema mayor, que es la idea de ser. Además, en El espejo, la memoria, al recorrer este críptico y tortuoso camino que supone el retorno a la unidad, se encuentra con distintas etapas y estadios de la vida del protagonista que, caracterizados todos ellos por un estado de ánimo diferente y concreto, se plasman en la estructura fílmica en forma de una «multiplicidad de niveles de conciencia», cada uno de los cuales se corresponde con una experiencia específica atesorada por el rememorador. Realizando un simplificador -aunque necesario- ejercicio de esquematización, se puede afirmar que, en este film, existen dos tipos de experiencias: las «directas» y las «indirectas».
Las primeras, fundadas en acontecimientos vividos por el propio Alexei, aluden a una «conciencia individual» y se encuentran representadas por todos aquellos episodios que más le marcaron durante dos edades muy significativas para él: los siete y doce años. Las segundas, en cambio, integradas por sucesos acaecidos a personajes cercanos o no al protagonista, hacen referencia a una «conciencia comunitaria», a un «sentido ético de la memoria»14. Dentro de las mismas, y permitiendo a Alexei hacerse eco de los sufrimientos ajenos, del dolor de aquéllos que le rodean, se pueden distinguir, a su vez, tres subgrupos perfectamente definidos y perfilados; a saber:
1) La memoria de la madre (episodio de la imprenta, sueño del comienzo del film, sueño de la levitación).
2) La memoria de los exiliados españoles.
3) La memoria anónima de la Historia (bomba atómica, manifestación en Pekín, conflictos fronterizos en las proximidades del río Youri, etc.).
Por medio de esta decisiva «interiorización» de experiencias no propias, la memoria y, por extensión, la conciencia experimentan un «ensanchamiento moral», que conlleva la transformación de la «topografía egocéntrica», característica de todo film cuya linealidad es rota por continuos flash-backs, en una «topografía comunitaria» causante de la definitiva «universalización de la memoria». Y esta «universalización» -no lo pasemos por alto- implica la entrada en juego de un concepto tan resbaladizo como el de «intemporalidad», abordado de manera magistral por Tarkovski en la secuencia final del film. En ella -recordémoslo- contemplamos, en primer lugar, a los jóvenes padres del protagonista, tumbados en el campo, y realizándole el hombre a la mujer una pregunta ciertamente significativa: «¿Qué prefieres, un niño o una niña?». Con tal interpelación, Tarkovski nos comunica que la acción que nos encontramos presenciando se sitúa en un tiempo que el propio Alexei no puede recordar, por la simple razón de que ese niño o niña al que se refería su padre era él; particularidad esta que nos lleva a decir que la memoria, después de la muerte (?) del personaje principal, se ha remontado a sí misma, hasta llegar a un punto en el que los límites de la existencia han sido sorprendentemente superados.
A continuación de este suceso, la madre vuelve la cabeza hacia la impresionante naturaleza que se despliega tras ella y, como respondiendo a un raccord de mirada, el director, a través de una grúa que recorre durante unos segundos la espesa naturaleza del lugar, nos muestra a la misma madre, ahora anciana, acompañada por sus dos hijos, tal y como los veíamos representados en los episodios correspondientes a los siete años de Alexei. Se entiende, pues, que en estos minutos finales de El espejo, Tarkovski lleva a cabo una reflexión sobre el carácter eterno de la «memoria redimida», recurriendo para ello a una compleja y muy personal versión de la alegoría de las tres edades. Éstas, ciertamente, aparecen personificadas en tal secuencia por medio de las figuras de los niños, la madre-joven y la madre-anciana, insertados todos ellos -como representación de la vida- en una esplendorosa naturaleza que, como con posterioridad comprobaremos, es el símbolo de lo inmortal, de lo eterno, tanto en este film como en el resto de la filmografía tarkovskiana. Debido justamente a esto -es decir, a la suspensión del tiempo por la convivencia armoniosa de todos los tiempos de la vida en el «espacio de lo eterno»-, «la memoria deja de ser memoria», para desaparecer. Su objetivo, que no era otro que conducir al individuo hacia la unidad del no-tiempo, implicaba necesariamente su destrucción, puesto que, en este no-tiempo al que nos referimos, la memoria, entendida como el instrumento encargado de conectar dos momentos tempo-existenciales alejados el uno del otro, ya no tiene el más mínimo sentido.
En este lento y consciente camino hacia su destrucción, la memoria, igualmente, realiza otra serie de funciones complementarias que no se deben obviar. Entre ellas destaca, en primer lugar, su función como «explicitadora» de la relación íntima existente entre la vida de los padres del protagonista y el protagonista mismo, la cual explica perfectamente un hecho que suele desconcertar en gran medida al espectador de El espejo: la interpretación por parte de un mismo actor de dos personajes distintos pero unidos por una misma suerte en el destino. Esta «suerte», compartida por dos generaciones que, en virtud de sus múltiples y casi mágicas correspondencias, acaban por solaparse, queda plasmada en el film a través de dos aspectos de la vida de Alexei, totalmente determinantes en lo que a la configuración de su personalidad se refiere; a saber, el divorcio de su mujer -reflejo exacto del sufrido años atrás por sus padres- y la relación que mantiene con su hijo -semejante a la vivida, durante su niñez, con su progenitor-. Una vez más, en consecuencia, y deslizándonos ahora desde un nivel histórico y universal hasta otro personal y menos trascendente, se puede asegurar con toda certeza que una generación se ha transformado en el espejo de otra, al hacer vivir a sus integrantes los mismos acontecimientos a los que, tiempo atrás, tuvieron que hacer frente sus predecesores.
Llegados a este punto, y con la máxima e importante certeza de que «el presente sólo es una proyección del pasado puesta de manifiesto por la memoria», resulta obligado preguntarse: ¿es ésta -la memoria- una reconfortante aportadora de felicidad o, por el contrario, de su ejercitación únicamente se obtiene sufrimiento, dolor? La pregunta, aunque un tanto maniqueísta en el modo de plantear esta primordial cuestión, merece una respuesta desarrollada con el debido detenimiento, ya que, en efecto, Alexei, a través de la memoria y de la búsqueda de sí mismo que ésta le permite, busca ansiosamente la felicidad. De hecho, en el primer plano del film, tras el consabido prólogo del tartamudo, un movimiento de cámara nos acerca a la figura de la madre -sentada sobre una valla mientras espera a su marido-, para, una vez a su altura, continuar su trayectoria hacia adelante y morir en una pletórica imagen de la naturaleza. Ni qué decir tiene que, con este cuidado y magistral plano, Tarkovski ha pretendido dejar clara, ya desde un principio, la identificación «madre-naturaleza», basada en la correspondencia de sus atributos principales; es decir, «juventud-eternidad». A través de ellos se nos ofrece una contemplación de la vida como «acontecimiento sin fin», propia de un periodo como la niñez, en el que la conciencia de la muerte no ha nacido aún y, por ende, cada elemento del mundo es aprehendido como imperecedero y pleno. La madre, consecuentemente, y dentro de la iconografía de El espejo, ha de ser inferida como la representante de ese mundo de la niñez, concebido como una fase de la vida caracterizada por la idea de lo eterno y de la felicidad.
Ahora bien, esta gozosa juventud de la que hace gala la madre, esta interpretación de la vida como un valor perenne e incorruptible, no puede durar, desgraciadamente, para siempre. Y la prueba la tenemos en una escena acaecida al final del film en la que vemos cómo un cálido y sensual movimiento de cámara recorre la luminosa casa de los abuelos del protagonista, para acabar en una ventana desde la que se observa a la madre, ya anciana, con sus dos hijos pequeños. Esta sorprendente circunstancia, ya de por sí interesante en tanto en cuanto supone la aparición de la madre-anciana en un ámbito reservado hasta el momento a la madre-joven, adquiere, si cabe, más relevancia cuando descubrimos que el movimiento de cámara que nos ha llevado hasta la citada ventana es prácticamente idéntico a otro, localizado al comienzo del film, que presenta, no obstante, la sustancial diferencia con éste de que la cámara acaba por adecuarse a la mirada de la madre, quien espera, junto a la ventana, la llegada de su esposo. Se desprende, por tanto, del cotejo de ambos momentos distanciados en el transcurso de la narración, que mientras en el primero hay alguien -la madre-joven- en la ventana para ejercer el poder de la mirada, en el segundo, la que antes actuaba como «sujeto vital y eterno», se ha transformado ahora en «objeto decrépito y mortal». Y es que -parece decirnos Tarkovski- quien mira y comprende permanece joven, pero quien pierde este poder y pasa a ser observado, acaba por morir.
Este importantísimo pasaje, encargado de marcar un punto de inflexión a partir del cual el ideal de juventud y eternidad anhelado por Alexei pierde fuerza y se desvanece, demuestra sin ningún género de dudas que para Tarkovski «la felicidad es un concepto abstracto, moral. Y la felicidad 'feliz' (es decir, estar contento) es el tender hacia esa felicidad, que como valor absoluto es inalcanzable para el hombre»15. Tal naturaleza inalcanzable es reconocida por el propio Alexei en la ya estudiada secuencia del hospital -«yo sólo quise ser feliz», declara con voz esforzada-, que, por sus implicaciones y el tono pesimista que la preside, parece evocar aquella opinión de Rousseau según la cual «la felicidad es un estado permanente que no parece hecho aquí abajo para el hombre. Todo está sobre la tierra en un flujo continuo que no permite a nada tomar una forma constante. Todo cambia en torno nuestro»16. Y son estos constantes cambios, este estar sometido al albur de las miles y miles de eventualidades que, diariamente, suceden a nuestro en derredor, la causa de que, en definitiva, el único medio que le reste al protagonista para alcanzar la felicidad sea la propia muerte.

"El espejo (Zerkalo)", de Andrei Tarkovski : el cine como memoria universal Pedro A. Cruz Sánchez

No hay comentarios: